Cuando los niños ríen

Jony Vidal Ramírez (*)

“Guardianes que custodian fielmente el lugar secreto de la felicidad”

Los veo venir y siento lástima…

En su caminar parecen ser pétalos que el viento lentamente arrastra para dejarlos en el lugar que ellos nunca escogieron; siendo llevados en brazos del dolor y de la soledad hacia un sitio perdido y abandonado. Pero no se alarman, no se preocupan, ignoran que juegan a la desgracia y que gozan al presentir su tragedia.

No sé a dónde van… No sé qué pensarán… Quizá hacen fila hacia la felicidad, quizá hacen fila  hacia el dolor; tal vez, en cada crepúsculo, piensan que la fantasía es la realidad y sienten que su sueño se aproxima porque en su andar de gorriones saltarines, se acercan cada vez más al final inevitable que se salpica de lágrimas.

Flores de primavera, hojas de otoño; vagan y ríen, recuerdan y olvidan. Quisieran transformar el mundo a su antojo e inventar un idioma en que cada arrullo sea una poesía a la vida y cada sonrisa un tributo a la felicidad. Con sus pies descalzos dejan huellas en la tierra y con sus caras sucias juegan a ser mayores, ignorando así el triste deseo que anhelan.

Y a la sombra de su existencia no parece haber nada imposible y son capaces de ofrecer la luna. Se detienen a recoger flores y saltan al sentir la lluvia. Corren y se sienten libres, lloran y no les importa; se sienten tan dueños de su mundo que tienen el universo reflejado en sus ojos y, con sus sueños de cuna traspasan los umbrales de la razón.

Los veo junto a mí y me siento ignorante…

Y sueño que no existo… Y sueño  que existo, traspasando un rostro ajeno de realidades y me pierdo en la abundancia de su mirada tímida e inocente en donde se encierra el secreto de la felicidad anhelada; entonces, descubro que no es necesario “aprender” para ser feliz y  que solo basta soñar, envolviéndonos en ese mundo, mirando la esperanza sentada sobre la luna, la que nos espera con los brazos abiertos en el camino conocido únicamente por ellos.

Jardín de niños, rosas de cementerios, todos son maestros en sueños y representantes de la ilusión. Ahí  no existe la derrota y construyen cimientos sobre las cenizas esparcidas  que dejó el beso del amor con la muerte. Ven el universo y les parece pequeño, aun más grande es el sueño de tenerlo, mientras yo descubro que mi lugar es incierto.

Ellos sueñan y nunca se rinden, ellos aman y nunca pierden, ellos perdonan y nunca se cansan; por eso, niño, enséñame a ser libre, enséñame a soñar, enséñame a tocar con tus dedos polvorientos las ilusiones; dime de qué color es la felicidad y descríbeme como es la gloria porque mis ojos se han apagado por las lágrimas que he vertido en las tantas veces que te he visto reír.

Cuando los niños ríen, un sueño está por nacer, un sueño está por morir… Alguien solloza inquietamente y presiente la desgracia; el sol se oculta quedando en posición de plegaria, el día se vuelve gris confundiendo el ambiente tenso y en algún lugar, la sonrisa de un niño anunció el nacimiento de una tímida existencia y alimentó la fuente de la sangre que se derrama.

El eco de las campanas suena triste porque alguien nació. La vida empieza y la muerte se alegra porque un nuevo incauto encamina sus pasos hacia sus garras.

Aún más fieles serán las lágrimas sobre una tumba y el angustiado sollozo que resuena en su hueco. La existencia abre y cierra puertas. Innecesaria es la cuna que se inclina al ataúd,  vano el abrigo que se asemeja al sudario.

Ellos lo ignoran pero sus sonrisas los conducen ahí,  en donde el sueño se vuelve pesadilla y la fantasía se convierte en fantasma,  un fantasma mortecino que parece burlarse de la dulce inocencia que poco a poco se pierde en el ocaso negro de la realidad.

Abrió los ojos y pudo ver su destino; lloró y protestó en silencio…

¿Por qué es necesario venir a este mundo? ¿Por qué los nueve  meses no son la eternidad? Porque aunque ahí solo permanecen tinieblas, no existe la luz de la luna que obliga a soñar con seres que habitan una última dimensión… Los que muchas veces no existen. “Porque mejor es un abortivo que un hombre que vive dos veces sin gustar del bien”.

Abrió los ojos a un mundo desconocido presagiando lo que le esperaba. Otros decidieron por él, él no pidió venir, él no eligió existir, pero ahora le toca enfrentar con coraje una realidad incoherente en un mundo falso, la que pretenderá adueñarse de su vida destrozando así toda su inocencia.

Cuando los niños ríen los ángeles lloran.

Quisieran avisarle de su camino y evitar el final; quisieran ayudarlo a escapar de su destino pero solo pueden verlo partir hacia el profundo abismo de la suprema realidad. Acarician sus caras dulces mientras ahogan el llanto y abrazan sus diminutos cuerpos encontrando en ellos a la criatura inocente para cometer el crimen perfecto.

Su misión es protegerlos, aunque no como quisieran hacerlo. Sólo pueden quitar las espinas de sus pies sin borrar las cicatrices y ayudarles a volar sin prevenirlos de las caídas. Sollozan al verlos jugar bajo  la fina lluvia de agosto, la que narra las historias de los amores perdidos y de los amaneceres con crepúsculos. Quieren detener el tiempo.

Y mecen su cuna y cobijan su sueño mientras les narran hermosos cuentos en los cuales nadie ha vivido; inventan un final feliz provocando en sus finos labios una leve  sonrisa que, combinada con la luz de la luna, es el ritual secreto para entrar a la noche oscura, donde los sueños cobran vida para vengarse de su creador.

Ya se pueden ver inquietos, mirando fijos hacia un lugar preciso. Corren buscando, los pies, aun torpes,  no se detienen y se entregan confiados a unos brazos conocidos. Se revuelven con ternura, el beso no espe4ra y la frase, casi inteligible, se  escapa, hiriendo la piedra más dura sacando agua de ella. El ángel también sonríe.

De repente se fuga del abrazo, puede volver cuando quiera; ahora corre, después de la aprobación solicitada se apresura a compartir su dicha con otros. Lo ven llegar el juego de la felicidad empieza. Alguien los observa, suspira, añora,  recuerda. El tiempo, disfrazado de edad, le impide sumarse hoy a la faena.

Cuando los niños ríen, nostalgia inunda mis días…

Me arrancan suspiros y quisiera estar revuelto entre sus gritos para escuchar un poco de silencio. Y entonces sería capaz de renunciar a ser grande y me rebajaría tanto hasta ser de nuevo niño, porque me he dado cuenta que en la inocencia está la felicidad que por todos lados buscamos.

Su mundo es el juego, y ¿cuál es su pecado si no la travesura? ¿Cuál es su excusa si no la inocencia? Porque son seres cerca de la perfección; sueños de ángeles que surgieron del milagro del amor para devolvernos la fe que habíamos perdido y las sonrisas que habitan confusas en sus temblorosas mejías.

Quisiera correr sin sentir que alguien me persigue y reír sin saber el motivo; quisiera amar sin entender su significado y volver a encontrar el sendero que conduce a la libertad. Quiero volverle a cantar a  la luna en la noche de hadas y regresar a mi casa silbando mis sueños; quiero volver a dormir besando a mi ángel y despertar junto a él en una aurora  de primaveras.

El conocimiento vino y empañó mi sabiduría. Añadí dolor a mis días mientras veía que mis pies no cabían en las huellas de aquel niño, estas iban tras una mariposa mientras hoy se pierden en el intento. Me detengo y lo llamo,  pero no viene. Lo extraño. Y aunque no esté junto a mí, lo veo en cada sonrisa de esos seres que desfilan por las calles silenciosas  de antaño.

Hoy sé que la niñez es una ilusión de la que no se quiere salir nunca, luego la realidad con un golpe, casi tierno, nos hace despertar convirtiendo nuestras sonrisas en un juego complicado de seducción con la tristeza. Ya no resulta útil taparse los ojos para ocultarse de todo y el juego de las escondidas se vuelve real.

Pero allá, allá no… todavía no.

Ver un niño es contemplar todo el conocimiento que se nos ha negado y la pureza que tanto añoramos. “Se debe ser niño para entrar al cielo…”.

Pero mientras, seguirán viviendo este engaño, hasta que la muerte los lleve a su creador.

…Ahora los dulces niños cierran sus ojos y creen que han vivido; han muerto en plena vejez. Al fin encaminan sus pasos hacia un lugar seguro y pueden ver sus sueños destrozados que los acompañan en su caminar hasta llegar a los brazos del Ser Supremo que los consolará  por siempre.

“…dejad que los niños vengan a mí…”

(*) Es estudiante universitario. Tiene 19 años y es de Orocuina, Choluteca.