Más poder para controlar mejor

Héctor A. Martínez (Sociólogo)

A ningún gobernante autoritario le gusta la democracia. De hecho, la detesta, porque el ejercicio democrático exige una mayor participación de los ciudadanos en las decisiones del poder. No se puede ser autoritario y hablar de participación ciudadana; esa es la peor de las falacias.

Gobernar en democracia significa que el poder debe estar dispuesto a someter a debate sus decisiones; que las propuestas de interés nacional puedan ser examinadas y debatidas convenientemente para ser ratificadas o revocadas si no cumplieran con los requisitos de utilidad popular. Eso, asumiendo que los tres poderes del Estado actúan con independencia y cumplen con la verdadera misión para lo que fueron ensamblados.
Los escenarios políticos de hoy en día tienen mucho en común con las plantas en la selva. Cada especie lucha por ser la primera en alcanzar los rayos solares, el agua y los minerales. Para ello despliegan una serie de mecanismos adaptativos que las faculta para eliminar a los vecinos que representan una amenaza en la ardua lucha por agenciarse los recursos del ecosistema, echando mano de perniciosos dispositivos tóxicos y marginando a las especies más débiles. Bajo ese parangón botánico, la política es una lucha continua entre poderes; una medición de fuerzas entre agrupaciones de individuos que buscan obtener los mejores recursos, tal como hacen las plantas que seleccionan sus mejores armas para relegar a sus congéneres. Resulta natural: en la naturaleza como en las sociedades humanas, los recursos no están disponibles para todos; son escasos y hay que pelear por ellos.

En política, para alcanzar el poder total y aún más, para mantenerlo, todo gobierno debe estar pendiente de sus “enemigos”, porque también ellos tratarán, por todos los medios, de disminuir sus capacidades, impidiendo el alcance de los objetivos, ahí donde se juegan los intereses más codiciados para los bandos en pugna. Se supone que, en la democracia, el soberano y sus adversarios deben aprender a convivir unos con otros mientras llega el momento electoral para ratificar a los que gobiernan, o para castigarlos cuando han incumplido sus promesas de campaña. Pero las cosas funcionan de otra manera. Cuando el sentido de la democracia se pierde, y el destino de la política ya no es el pueblo sino el mismo poder, entonces los mecanismos de gobernanza pasan a otro plano. Es el momento en que las engañifas suplantan a los planes sociales; las enmiendas guardan finalidades ajenas a la pluralidad, y las triquiñuelas legalistas esconden fines aviesos para asegurar el poder, sin estorbos de ninguna naturaleza.

Ahora que el nuevo gobierno trata de cambiar las reglas del juego, es normal que las reacciones surgidas desde la oposición -partidista y no partidista-, tomen un empuje que jamás habíamos visto desde que la democracia se instaló en 1982. Frente a los desacuerdos y señalamientos, las respuestas del nuevo gobierno apelan a las comparaciones entre el pasado inmediato y el ahora: “Si ayer pasaron cosas y ustedes no objetaron nada ¿por qué ahora sí lo hacen?”. O esta otra: “Debemos desmontar lo que la dictadura instaló en doce años de gobierno”. La desconfianza de la gente no es gratuita; la gente ya conoce a nuestros políticos, y sabe que detrás del cortinaje del formateado discurso, se esconden propósitos retorcidos. No importa que la prédica sea la misma de siempre -el apego al derecho, la necesidad del cambio, o que el pueblo es primero, como sea-, la retórica siempre embozará las verdaderas intenciones del poder.

Por ello, el debate en los medios televisados no es más que una lamentable pérdida de tiempo, porque, al final de cuentas, lo que se busca es que nada ni nadie se interponga entre el decisionismo del soberano y el control político total. Por mucha retórica que se utilice, gestos adustos de figurines o florituras legales, la intención es la misma: asegurar el poder, consolidarlo, mantener a raya a la oposición; restringir sus movimientos, asfixiarla.
Mientras todo eso sucede, los hondureños seguiremos por el escabroso recorrido de siempre: la del martirio camino al Gólgota.