Óscar Estrada
Para el décimo aniversario de la muerte de Justo Rufino Barrios, en 1895, el poeta Juan Ramón Molina fue invitado por el gobierno de José María Reina Barrios a discursar a la memoria del fracasado unionista. Al evento asistieron todo el cuerpo diplomático, políticos, estudiantes y demás personalidades del liberalismo de Guatemala. Molina, que iniciaba su carrera, expresó una frase que pareciera ser escrita en piedra: “Para gobernar un país como el nuestro, se requiere del temple implacable de un dictador”.
Justo Rufino Barrios es un personaje importante para nuestra historia, a él le debemos la reforma Liberal de Marco Aurelio Soto y Ramon Rosa, generó importantes transformaciones para modernizar Guatemala y se le considera el último unionista, que intentó a punta de bayoneta reconstruir lo que el conservador Rafael Carrera, otro dictador guatemalteco, destruyó al derrotar a Morazán en la batalla de La Trinidad, en 1840. Era, además, un gobernante de mano dura, que persiguió a la oposición hasta su muerte, cuando intentó invadir El Salvador, para iniciar la reunificación centroamericana en 1885.
Molina, como la mayoría de los intelectuales de su época, comprendía muy bien lo difícil que era vivir bajo la mano de un autócrata. Él, habiendo formado parte de la campaña del presidente Terencio Sierra, por quién entró a la política y a quién luego se opuso, pagó sus críticas con cárcel; y siendo intelectual orgánico (junto con Froylán Turcios) del presidente Manuel Bonilla, murió en el exilio.
En mi novela “El pescador de sirenas” inventó (a manera de juego, privilegio que nos da la ficción) una conversación entre dos asistentes a la Conferencia de Río de 1906: el poeta Molina y el general liberal Rafael Uribe Uribe, coronel que peleó y perdió tres guerras civiles, quien sirvió luego de inspiración al colombiano Gabriel García Márquez, para crear el personaje Aureliano Buendía. No sé si realmente Molina y Uribe se reunieron o no en Río, en 1906, se por los documentos históricos que ambos asistieron a la conferencia. Usé fragmentos de sus artículos y discursos para recrear el diálogo. Quise ponerlos juntos porque imaginé, era poner al poeta Molina a conversar con el propio coronel Buendía, una visión pragmática de la política liberal y una idealista, de la ficción y la realidad.
“Yo me hice liberal porque los conservadores son unos descarados”, dijo Uribe Uribe, respondiendo a una pregunta de Molina. “Pero no puedo estar de acuerdo con las dictaduras, ni siquiera con las de los liberales”.
“En nuestras naciones -comentó Molina-, la democracia es un proyecto que solo se puede construir con la mano firme de un dictador. El caos natural de las repúblicas se contrapone con instituciones sólidas, de las cuales carecen nuestros países”.
“Entonces el esfuerzo debe estar en formar esas instituciones, no en esperar a que un hombre supla lo que es responsabilidad de todos”, concluyó Uribe.
En la novela de García Márquez, el coronel Aureliano Buendía amplía el pensamiento de Uribe: “Aquí, donde todo está prohibido, se ha inventado una cosa que se llama respeto, que es lo mismo que tener miedo”.
La pregunta entonces se vuelve urgente, hoy, cuando nuestros pueblos caen en la trampa de los demagogos: ¿se puede construir democracia en las dictaduras?, ¿se puede fortalecer las instituciones desde el despotismo? Yo, como Uribe, creo que no, que el fin no justifica los medios; que el tiempo quita el brillo del rostro de los dictadores y los muestran cual son: asesinos que hacen del país un mausoleo para su ego.
En 1907, el nicaragüense José Santos Zelaya, otro déspota con ínfulas de libertador, declaró la guerra a Honduras. Todos los dictadores en la región terminan siempre poniendo sus garras en Honduras. Conformó un gobierno títere y expulsó al presidente Manuel Bonilla y sus colaboradores. Molina se exilió en El Salvador, a donde se sumió en una melancolía que le trajo luego la muerte.
Entre sus últimas palabras tomo estas que usó como cierre y advertencia, por las nubes de tormenta que hoy se forman sobre nuestro cielo: “…tengo toda la melancolía de lo que voy arrastrando: un trozo de periódico, en que narra una horrible guerra; un billete amoroso, todo mentira; un dedal, que abandonó una Margarita por seguir a un Fausto ridículo; un décimo de la Lotería del Hospital y del Hospicio, que perdió su dueño y que ¡oh ironía! salió premiado con mil pesos; un rizo blondo de alguna pecadora; un calcetín lamentable… en fin, toda la tristeza de San Salvador…”.