Por: Óscar Armando Valladares
Han transcurrido 14 años del golpe de Estado acontecido en Honduras: nefasto por las secuelas que produjo, aunque el despertar de la ciudadanía marcaría diferencia entre este y los dos madrugones precedentes: el del 3 de octubre de 1963, que depuso al gobierno liberal de Ramón Villeda Morales y el que dio al traste con el flojo y efímero mandato de Ramón Ernesto Cruz, el 4 de diciembre de 1972.
El del 28 de junio -2009-, que impuso el derrocamiento de Manuel Zelaya, respondió, según testimonio suyo, “a una conspiración transnacional urdida por políticos, empresarios, diplomáticos, militares, dueños de medios de comunicación, religiosos y oficiales de organismos nacionales de inteligencia… y el alto mando de las Fuerzas Armadas”.
Ejecutado en un contexto que recuerda los días ideologizados de la guerra fría, el golpe tuvo por tanto motivaciones políticas de derecha e izquierda, las primeras lideradas por Estados Unidos, las segundas devenidas del “socialismo del siglo XXI”, propuesto por el gobernante venezolano Hugo Chávez y asumido por otros mandatarios latinoamericanos, con los cuales procuró vincularse Zelaya Rosales… ¡y ahí fue Troya! En torno a la actitud -de doble faz- observada por el presidente de EEUU, Barack Obama, su compatriota, el profesor Mark Weisbrot, dijo en 2010, que en apariencia su política “estaba en contra del golpe, sin embargo, las presiones de los republicanos hicieron cambiar la estratégia mediática del gobierno, pero no su estrategia política, orientada a trabar y limitar cualquier esfuerzo para restituir al presidente y, al mismo tiempo, fingir que el retorno a la democracia era el objetivo”.
Como sostuvo -en aquellos momentos- el analista Víctor Meza, “el golpe de Estado, concebido para impedir cambios y las reformas en el sistema político, acabó convirtiéndose en la prueba más palpable de la necesidad de tales transformaciones. El golpe, al mostrar las falencias del sistema, mostró también la inevitable necesidad de modificarlo. La contrarreforma, denominador común de la conspiración golpista, se ha convertido en la antesala irremediable de la reforma política. Son las burlas, ostentosas por cierto, que la historia suele jugarle a aquellos insensatos que pretenden ignorarla”.
Es claro que el madrugón tuvo duras consecuencias, las cuales tienen que ver con la crisis existencial del hondureño, agudizada por la corrupción, el crimen organizado, el saqueo de hospitales, las onerosas privatizaciones (por caso, la energía eléctrica), el narcotráfico, los comicios fraudulentos, la reelección represora, el endeudamiento extremo, en suma, háblase de doce años continuos de sembrar cizaña y cosechar postreramente la ira popular y, en condiciones difíciles, vencer en las urnas de 2021.
Contra vientos y mareas, arrostrando mil y un tropiezos, el Frente Nacional de Resistencia Popular (FNRP), creció en las calles y ciudades del país y pudo en 2012 constituir el Partido Libertad y Refundación (con su sigla Libre), cuya declaración de principios indica que el nuevo instituto “interpreta y expresa el pensamiento y la fuerza del pueblo que demanda con urgencia la refundación del Estado, la transformación de la sociedad y del sistema económico y político, así como la construcción de una verdadera democracia participativa e incluyente basada en la igualdad, la libertad, la solidaridad y la justicia”.
Bajo este alero político, asumió la presidencia Xiomara Castro, quien en año y medio de gobierno avanza a tientas con su programa refundador, por causa de una oposición saboteadora, amadrinada con la dictadura que acaudilló Juan Orlando. Con su viaje a China y la histórica entrevista con su homólogo Xi Jinping, la mandataria procura aflojar las amarras del poder fáctico -foráneo e interno- y burlar en parte el cerco mediático -abierto o impostado-, dirigido todo ello, desde la perspectiva gubernamental, “a encontrar mecanismos que nos permitan desarrollar nuestra economía y encontrar aliados permanentes que nos permitan darle una calidad de vida diferente al pueblo hondureño”. Así lo esperan los dignos hijos de Morazán.