Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)
Cuando Luis XIV acuñó aquella célebre frase que reza “El estado soy yo”, la democracia como sistema para ejercer el poder apenas era conocida por sus antecedentes helénicos. Luis XIV creía que nada debía interponerse en sus caprichos absolutistas; que él estaba por encima de la ley y de los hombres. Hoy en día, las conductas de algunos gobernantes en América Latina no tienen nada que envidiar al “Rey Sol”. Ese autoritarismo que se ha puesto de moda en el continente ha pasado a ser una constante que pone en peligro las libertades más fundamentales que, bien que mal, hemos gozado desde el siglo XX.
Eso que entendemos como el funcionamiento de un sistema de libertades con límites constitucionales, que trata de evitar a toda costa los abusos de los gobernantes a través de la separación de los poderes, nunca había estado en el peligro que hoy se encuentra. La idea romántica sobre su funcionamiento se ha convertido en una oquedad sin sentido, y de la que no queda noción alguna que no sea el estereotipo simbólico de la “soberanía popular”. Esto por dos razones fundamentales: una, por desidia e incapacidad política; y dos, porque el político latinoamericano cree que el estado es una enorme hacienda de la que puede sacar el mejor provecho posible.
Durante la guerra civil que duró 11 años en El Salvador, el teniente coronel Domingo Monterrosa, líder del batallón “Atlacatl” se apostaba en la plaza de cada pueblo arrebatado a la guerrilla, y arengaba a los humildes aldeanos, conminándoles a defender el sistema democrático de las garras del comunismo. Es decir, el uso y el abuso sobre la acepción concuerda con su aplicación tal como se ha entendido en América Latina, pues ¿no fue la pobreza extrema una de las causantes de los movimientos revolucionarios del siglo pasado en nuestro continente? Pobreza que solo puede explicarse en términos de un sistema fallido, al que, suponen algunos, deberíamos cambiar por una nueva forma de ejercer el poder socialmente más justiciera.
Pues bien: bajo ese dilema ha resurgido el autoritarismo en la figura de varios presidentes para quienes, la democracia no representa más que un estorbo para sus pretensiones continuistas, y la única vía para concentrar el poder de una manera absoluta.
El autoritarismo retoña en la agenda de muchos partidos de América Latina, y en la mente de no pocos políticos, aunque se resistan a nombrarse como “autoritarios”. Es probable que la causa de su reaparición -atentando contra la vieja democracia de la que se han jactado las élites tradicionales- sea, precisamente, que democracia y desarrollo no necesariamente van de la mano. Amy Slipowitz, de la Universidad de Columbia, ratifica esa sospecha en un reporte donde se muestra cronológicamente que las economías de algunos países, después de la caída del comunismo, no ha sido lo que se esperaba en términos de bienestar y movilidad social ascendente.
La democracia parece desdibujarse en un mundo donde el miedo y la inseguridad se apoderan de los ciudadanos, aunado al desempleo, y al aumento desmedido del crimen organizado. A partir de ese miedo es cuando aparecen los regímenes autoritarios. La tentación del autócrata radica en ese “calling” divino de nombrarse a sí mismo como único en su especie para imponer el orden y la autoridad. Esa es su carta de garantía, y el pasaje expedito para concentrar el poder más allá de lo permitido, bajo la excusa de que las reglas deben reescribirse. Entonces, las masas les aplauden.
Una manera de detener el avance de los gobiernos autoritarios, en principio, debe provenir de los mismos partidos de oposición, pero también de los órganos independientes de fiscalización contra la atropellos a los derechos humanos, y la corrupción. Aunado a ello, se requiere educar a los ciudadanos en espacios no tradicionales, a través de una campaña de socialización sobre derechos humanos y ciudadanía, así como de una aglutinación popular por semejanzas en las valoraciones democráticas, y en las presiones organizadas según los atropellos y los desmanes del poder autoritario.