El poder es para mandar (y más)

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

Manuel Ávila Camacho fue presidente de México en el sexenio de 1940 a 1946. Tuvo una destacada participación durante la Revolución mexicana, y posteriormente hizo carrera política hasta alcanzar la presidencia del país como miembro del Partido de la Revolución Mexicana -PRM-, que luego pasó a llamarse Partido Revolucionario Institucional, el famoso PRI.

Ávila Camacho tenía un hermano, Maximino, un ególatra y parrandero, el típico macho de las pelis mexicanas en blanco y negro. Maximino, que también fue gobernador de Puebla y secretario de Comunicaciones y Obras Públicas, se aprovechaba de la posición de su hermano para hacer lo que le daba su regalada gana, como repartir dinero a manos llenas, hacer obsequios a las mujeres más bellas, mientras se paseaba en sus coches de lujo, o asistía a las corridas de toros los domingos con los amigotes. Claro, el dinero no provenía de su esfuerzo, sino de las cuentas públicas. Cuenta Enrique Krauze en “La presidencia imperial”, que Maximino le preguntó a su sastre particular si se le ofrecía algo especial para regalarle, así fuera una gasolinera u otra cosa que él quisiera, que solo tenía que pedirlo. Así era el Maximino de parejo.

Esas historias como las del hermano de Manuel Ávila Camacho, no han desaparecido del paisaje político latinoamericano. El fenómeno se sigue repitiendo como una constante algebraica cuyo denominador común es el mismo de siempre: aprovecharse del poder para hacer negocios personales, o estimular la discrecionalidad de las partidas confidenciales, para satisfacer los placeres del político desvergonzado.

El estado siempre ha sido la fuente de inspiración de los profesionales frustrados y de los mediocres que no encuentran chamba en el sector privado por su olímpica ineptitud. También de médicos sin pacientes, de empresarios que no venden nada, de ingenieros civiles sin contratos de valía, y de abogados que quieren prestigiar la calidad de su bufete. Todos resuelven adentrarse a la política para alcanzar el sueño de la movilidad social ascendente; de la vida glamorosa, y de las veleidades que otorga el poder para llevar una vida regalada. Freud tenía razón.

Pues bien: la concentración del poder estimula la corrupción y viceversa, pues ¿quién querría gobernar teniendo de por medio cortapisas fiscales y veedurías anticorrupción, cuando apenas se cuenta con un cuatrienio o un sexenio en la silla presidencial? ¿De cuándo acá hay que rendir cuentas y someterse a los dardos malintencionados de la oposición en las cámaras legislativas, si juntos podemos hacer mejor las cosas? Además, es poco el tiempo concesionado para concluir los proyectos previstos en campaña, sobre todo los personales. En eso tienen razón los políticos, y por ello, una vez llegados al poder, la agenda, o la llamada “hoja de ruta”, frase que tanto fascinaba al expresidente Juan Orlando Hernández, se deberá extender más allá de las prescripciones constitucionales, no sin antes, unir voces y cantos, y tratar de no señalarse las mañas y los pecadillos con los amigos. “En la unión está la fuerza”, dicen, y es verdad.

La corrupción proviene en gran parte de esa versión deshidratada del Estado de Bienestar keynesiano, cuya intención humanista legitima la práctica de engrosar los presupuestos, abultar la burocracia, y extender el clientelismo político, en nombre de los más necesitados. De ahí su legitimidad y su inexpugnabilidad ideológica. Incluso, en cada uno de los modelos de desarrollo propuestos, nuestros políticos han aprendido a maquillar las recetas, y más allá de eso, a sacarles provecho en nombre del progreso y la inclusión social. Lo que no sabemos exactamente es a qué progreso y a cuál inclusión social se refieren.

Una vez que un gobierno se instala sin restricciones de ninguna naturaleza, y que los entes fiscalizadores se ponen la playera del equipo del poder -como casi siempre ocurre en América Latina-, entonces, la democracia se puede ir al carajo. Llega el tiempo de hacer las del buen Maximino Ávila Camacho: ofrecer gasolineras y regalos costosos, o bonos de beneficencia; total: ¿para qué sirve el poder, si no?