Dos cuentos hondureños:

LA TENTACIÓN
Arturo Martínez Galindo

En el centro del valle se destacaba la aldea. Desde la cumbre de un otero, medio oculta en el follaje, yo la había adivinado. A la proximidad del villorrio mi mulo alargó el paso. Llegué a eso de las cuatro de la tarde, cuando el mordisco del sol tendía a la clemencia.

Hallábame hospedado en casa de gente cristiana. Dióseme aposento en la sala de honor, muy blanca de cal y alfombrada de pino fragante. ¡Qué encanto el de estas casitas aldeanas, limpias como ropa lavada y hospitalarias como un corazón! Al atardecer, una chica de pies desnudos vino a mi cuarto. Sonrojase hasta los ojos bajo el pecado de los míos que la escudriñaron y me dijo con cantarina voz:

—Se le ruega, mi señor, la merienda está esperándole—. Fui tras ella hasta el extremo de un corredor, donde sobre una mesa sin mantel humeaba el cándido yantar.

Al caer la noche, una muchacha robusta y despeinada se ocupaba de rajar una pesada troza de pino. Yo la ofrecí la fuerza de mi brazo:

—Déjame la tarea, muchacha.

—¡Ay no, señor, no! Si yo lo puedo hender y hay ya bastante ocote para la luminaria. Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano regordeta y rió agradecida. Pude ver la blanca salud de sus dientes, y cuando se inclinó a recoger las astillas resinosas, vi también, por el amplio escote de su camisa almidonada, la rotunda verdad de sus senos.

En el centro del patio chisporroteaba ya la fogarata; era una suerte de sahumerio para ahuyentar la plaga; era además el viejo hogar, el viejo calor doméstico grato a los corazones. Todas las gentes de la casa, en cuclillas, formaban noche a noche una ronda cordial donde cabe la luminaria; relataban leyendas; toda una tradición de aparecidos y duendes danzaban su danza fantástica; era la hora clásica de la conseja; la llama roja y palpitante ponía en todos los ojos un extraño fulgor, y el estupor que despertaban los relatos, agrandando los ojos, agrandaba el fulgor. Yo, en tanto, desentumía mis piernas dando lentos paseos a lo largo del corredor; el taconeo de mis botas producía un sonido isócrono y amodorrante; mi sombra trepaba por la pared enjalbegada, en locas embestidas, tan locas e inquietas como las mil lenguas rojas de la luminaria.

Tras el naranjo del patio una luna achatada asomó su desteñida faz, y, a lo lejos, de algún corral distante un perro aulló. Era un aullido prolongado y quejumbroso como un grito. Un escalofrío de terror recorrió a las gentes congregadas y hubo un silencio que duró lo que el aullido. Luego alguien explicó:

—Sí —confirmó otra voz —los perros ven muchas cosas que los hombres no ven.

Un anciano de manos sarmentosas, hundidos los carrillos, desdentado, largas y blancas las pestañas que parecían punzarle los discos apagados de sus iris, terció con gesto patriarcal:

—No es un alma en pena, es que ha visto pasar la Tentación.

—¡La Tentación!, clamó una voz medrosa de mujer; y un mocetón recio y brutal, inocente o estúpido se persignó.

—Sí, la Tentación —confirmó el anciano. Primero se siente un gran viento frío y luego baja de la montaña una bola de fuego… Cuando esto pasa, aúllan los perros y caen las flores de los árboles que están en flor y a las mujeres embarazadas las prende la calentura… Cuando pasa la Tentación es que el Enemigo Malo anda suelto…

Un zagal, los ojos de asombro y la voz aflautada, con tono presuntuoso exclamó:

—¡Merito ayer no más al mediodía que yo venía del rastrojo! Hizo un gran viento, un gran viento frío, pero no vi la bola porque se me voló el sombrero y me di la estampía a recogerlo.

—¡Animal! —agredió el corro. La Tentación solo tienta de noche. —¡Verídico! —sentenció el viejo de las pestañas—. La Tentación solo tienta de noche. Yo sí que la vi allá en mis mocedades.

Era una noche negra, negra… Cuando yo regresaba de rondar la casa de una muchacha, que ahora ya es abuela, terciada la vihuela con que me acompañaba las coplas, y unos buenos tragos entre pecho y espalda, medio adormilado, íbame derechito a mi champa, cuando desde un corral un perro aulló y vino un gran viento frío…

—¡Asús, qué tribulación!

—¡Sea por Dios! ¿Era la Tentación, abuelo?

—¡Era la Tentación! —repuso el viejo. Y al ver venir desde la cumbre del Pinabetoso la gran bola de fuego, me puse a temblar… pero me acordé del escapulario del Carmen que llevaba en el pecho, y agarrándolo con la mano izquierda, me persigné tres veces con la derecha. En ese momento la bola pasó sobre mí sin tocarme…

El mocetón recio y brutal se levantó calladamente para atizar la fogarata; la luna parecía, naufragar entre un oleaje de nubes plomizas; yo continuaba mis paseos a lo largo del corredor; el taconeo de mis botas producía un ruido isócrono y amodorrante; mi sombra trepaba por la pared enjalbegada, en locas embestidas, tan locas e inquietas como las mil lenguas rojas de la luminaria; la muchacha que sabía hender el ocote se destacó del corro y al dirigirse hacia su cuarto, pasó cerca de mí; iba muy pálida y los ojos le brillaban extrañamente; recordé sus dientes blancos y el amplio escote de su camisa almidonada, dentro de la cual yo había sorprendido la doble verdad de sus senos: y sentí frío en la médula y como una bola de fuego rodó por mis venas, la Tentación…

ANÓNIMO
Kalton Bruhl

No puedo precisar el momento exacto en el que me di cuenta de que yo era el otro. He pasado horas sentado en el sillón de la sala, sosteniendo una taza de café ya helado, sin encontrar el recuerdo justo, la imagen concreta de mi primera experiencia en el papel del otro. Quizás la primera vez sucedió mientras todavía no tenía una conciencia propia. Esa es la versión que he terminado por aceptar. Nunca he logrado decidir si he tenido una buena o una mala vida. Hay recuerdos sublimes a los que recurro, como al cálido abrazo de una amante, pero también hay recuerdos terribles que desearía olvidar. He compartido la cama con miles de hermosas mujeres. He contado billetes hasta que ya no podía mover los dedos entumecidos. He conducido autos de lujo, aviones, yates. Sin embargo, también he visto morir a cientos de hijos. Me he despedido de quienes creía que eran el amor de mi vida. He sostenido las manos agonizantes de cientos de madres, de cientos de padres. No podría decir si he sido afortunado o desdichado porque ninguno de esos recuerdos, ninguna de esas sensaciones, han sido realmente míos. Siempre me han llegado de pronto, cuando menos lo espero. Siempre he sido el otro, en el que nadie piensa, al que nadie imagina cuando dice: “Dios mío, esto no me puede estar pasando a mí”. Siempre he sido ese rostro anónimo que aparece cuando alguien sacude su cabeza con recelo y exclama: “Esto no me lo creo, seguro que le está sucediendo a otro”. Y así pasan mis días, aguardando experiencias ajenas y soñando con el día en el que por fin deje de ser el otro y comience a ser yo mismo.