Por: Segisfredo Infante
Se relaciona con los buenos mensajes que aparecen todos los días en las redes, mediante saludos familiares y augurios de los amigos, colegas y conocidos, sopesando el privilegio de vivir un día más; o la posibilidad de descansar una noche a la vez, bajo auxilios espirituales. Pero más allá de la rutina de los saludos cordiales, sería de desear que reflexionáramos sobre aquellos detalles de la vida que pasan desapercibidos por causa de los problemas cotidianos, como el desempleo, las enfermedades, la violencia extrema, la carestía de productos básicos, los descalabros físicos que produce la edad avanzada, las guerras, las migraciones masivas, la mezquindad, los precios de los medicamentos y la mala atención en los hospitales públicos, para solo señalar unos escasos ejemplos.
Porque el estrés excesivo ciega nuestros ojos ante las maravillas de la naturaleza y ante las buenas acciones de seres humanos sensitivos y racionales, que a pesar de los pesares todavía subsisten y persisten en distintas coordenadas del globo, protegiendo a los hambrientos y a otros desamparados. Hace pocos días observé en la televisión a una señora argentina (ama de casa) que se encarga de preparar cacerolas de alimentos con el fin de aliviar a los hambrientos, hermanos nuestros, que deambulan por las calles de aquel país suramericano, mismo que a finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte figuró en la lista de los primeros siete o nueve países más ricos del mundo. Nadie explicó, en la televisión, cómo la caritativa señora se las ingenia para conseguir fondos y cocinarles alimentos a los transeúntes, con sus limitadas posibilidades. Ella expresó que lo correcto sería que los hambrientos tuvieran empleos u otros ingresos seguros.
Cada día que amanece y salimos a las puertas de los hogares respiramos oxígeno a pesar de la contaminación y del enrarecimiento climático. Si acaso caminamos por veredas rurales podemos detenernos a observar una sola flor silvestre que se alza preciosa entre los matorrales, y que a la vez se convierte en el atractivo desafiante de las abejas, las mariposas y los colibríes de mil colores. Allá en la lejanía se atalaya entre los pinos sobrevivientes, el ranchito hogareño, en donde humea una olla de frijoles, y viven unos campesinos que trabajan a destajo a cambio de un queso sólido y redondo.
De los ríos emergen las muchachas recién bañadas con sus cabelleras sueltas, sus espaldas humedecidas, sus cuerpos de sirenas y los cántaros de agua sobre sus cabezas de equilibristas, con sus pies semidesnudos caminando largas distancias. Desconocemos sus nombres y apellidos. Tal vez alguna de ellas se llame Rosa Eva Mejía, o Betsabé Sinclair, o Brenda Matamoros, o Danitza Peter, o Ramona Salomé Villamar, o Ana María de Jesús de las Heras. Y es que al solo contemplar (con ojos respetuosos y humildad honesta) las siluetas de estas campesinas, se agradecen las bendiciones de Dios y del Universo.
Una de las situaciones más placenteras en la vida de cada persona, es encontrarse con amigos genuinos de diversas edades. Sobre todo conversar, sin agendas, con amigos de adolescencia de la época de los quehaceres académicos y de las luchas estudiantiles de secundaria, lo cual es más sabroso que paladear una botella de Jerez añejo. Se recuerdan los instantes primigenios, las imprudencias juveniles, las ingenuidades, los aciertos y errores cometidos, los noviazgos fugaces, los primeros poemas, los tragos furtivos y los rostros de las bellas damiselas que el tiempo corrosivo ha marchitado. También se rememoran los hermosos momentos de la vida universitaria.
Son maravillas mínimas que, sumadas, le imprimen sentido a la existencia en general, y sobre todo a la vida de los seres pensantes en particular. Son aquellas cosas que nadie puede comprar ni pagar, mucho menos imponer, como la sonrisa espontánea de un niño; la mirada soñadora de una mujer singular; el abrazo sincero de un buen amigo; los saltos de alegría de un estudiante que ha sacado calificaciones excelentes en sus resultados finales; la calidez solidaria de los hijos, las hijas y los nietos; la cercanía de personas generosas; la lectura de un párrafo filosófico abstracto o de un buen poema; la invención o el descubrimiento de una ecuación matemática digerible; el rumor del viento y de los árboles a medianoche; el oleaje de los mares; las gardenias blancas y azules; la solidaridad de un desconocido; las cartas manuscritas que vienen de tierras lejanísimas; el canto polifónico de los pájaros en las mañanas; el regalo de un libro raro; la atención de un buen médico y de una enfermera amable; la ejecución de una linda melodía en piano o en un violonchelo; el suceso inesperado de compartir un café con un pedazo de pan. Etc. Tales imágenes aparentemente aisladas, permiten que respiremos cada día y cada semana, amén de los agrios y amargos sinsabores que fabrica la adversidad puntual.