Por: Fernando Berríos*
Recuerdo que en el año 2016 y como parte de una investigación periodística, tuve la oportunidad de visitar la cárcel de máxima seguridad en Ilama, Santa Bárbara. Desde ya le llamaban “El Pozo”. Un par de militares mal encarados nos dieron la bienvenida y comenzamos el recorrido por un recinto que solo habíamos visto en las películas.
La cárcel, construida con estándares internacionales y apegada a las normas AKA, cumplía ese histórico anhelo de tener cárceles de primer mundo que pusieran fin a décadas de ignominia, reflejadas en vetustas instalaciones carcelarios en las que predominaba el hacimiento y las condiciones infrahumanas. Las cárceles hondureñas eran verdaderas escuelas del crimen, un inframundo de antivalores y podredumbre.
“El Pozo” y los demás recintos que se construyeron o reformaron fueron parte de una estrategia para comenzar a darle vuelta a esa historia oscura y vergonzosa. El cierre del viejo penal sampedrano, desde donde se puso de rodillas a los hondureños, fue cerrado como parte de esa misma estrategia.
Cuando ingresamos a “El Pozo” observamos las celdas de máxima seguridad, las zonas de visita y las áreas de registro y vigilancia electrónica con monitoreo de más de 400 cámaras. Todo indicaba que comenzaba una nueva era para la historia penitenciaria del país.
Ese día que ingresamos ya había 143 reos (76 de máxima peligrosidad, 48 de mínima y 19 procesados).
Un militar, de baja estatura, nos guiaba al módulo que más nos interesaba: el de máxima peligrosidad. Adentro, vimos alrededor de 30 celdas en dos niveles. Los sólidos portones, con una raquítica ventana y enormes candados, nos indicaban que adentro estaba lo peor de lo peor.
Esos primeros inquilinos comenzaron a gritar desenfrenados cuando se percataron de nuestra presencia. A todos ellos se les estaba aplicando el reglamento, por lo que solo habían tomado una hora diaria de sol, comían tres tiempos de comida y se bañaban una vez al día. Además, no tenían acceso a sus pertenencias. Lo único que vestían era un overol anaranjado.
En ese momento, si bien nos mostrábamos sorprendidos por el nivel de infraestructura, llegué a una conclusión: aquí el punto de quiebre será el recurso humano.
Estábamos conscientes que, para vigilar a los enfurecidos reos de alta peligrosidad, había que tener temple, valor y mucha inteligencia emocional.
Con el tiempo, se construyeron “El Pozo 2” en Morocelí y un pozo más en la Penitenciaría Nacional de Támara. Meses después, el tiempo nos comenzó a dar la razón. El control de estos centros penales lo tenían los militares y con ellos, la situación se trató de mantener bajo control. Aunque los hechos violentos persistían, no se dieron en la magnitud de lo que habíamos visto en el pasado ni días atrás en la Penitenciaría Nacional Femenina de Adaptación Social (PNFAS).
La muerte violenta de 46 mujeres, en una supuesta reyerta bien planificada, demuestra que no hay una estrategia para recuperar la gobernabilidad de los centros penales.
El gobierno nombró una Junta Interventora que apenas semanas después tuvo que ser descabezada por inoperante, ya que ni siquiera la dirigía una persona especializada en la administración penitenciaria. El resultado es que los problemas de violencia se agravaron.
¿Hay intereses en las cárceles? Obvio los hay. De ahí que intervenir las cárceles debe ser parte de una política de Estado en la que nadie, absolutamente nadie, estará exento de perder sus privilegios.
Fue tal el fiasco que, el mismo día de la masacre en Támara, los mismos interventores no tenían ni la más mínima idea de lo que estaba ocurriendo. Algunos de estos interventores, que gobiernan por Twitter, a las 8:47 de la mañana informaban sin conocimiento de causa sobre la magnitud de los hechos. Desconocimiento total.
Han pasado varias horas desde ese atroz crimen y no se ve una reacción contundente de parte del Estado. Los responsables de salvaguardar la vida de estas personas no han sido puestos a la orden de la justicia y siguen en sus cargos, sin explicar cómo ingresó el combustible y las armas de fuego al recinto.
Ahora nos vienen con la historia de una cárcel en las islas del Cisne y ese es un cuento viejo. En 2017, el presidente Hernández visitó esas pequeñas y lejanas islas junto a un grupo de periodistas para mostrarles las exuberantes bellezas de ese territorio que nos pertenece desde 1972.
Desde 2017, el gobierno dejó entrever que ahí podía construirse el pozo 4 o el alcatraz hondureño, por ubicarse a más de 250 kilómetros de tierra firme.
Sin embargo, pronto esa idea se esfumó en virtud de que las islas son aptas para la investigación científica y tienen un potencial inmenso por sus arrecifes, diversidad biológica y encantos naturales.
Actualmente solo hay un apostadero naval, una vieja pista aérea de terracería y una vieja casa que habría pertenecido a una dama que reclamaba la propiedad de la isla.
Por su lejanía, hablar de una cárcel de máxima seguridad en las islas del Cisne es darnos más atol con el dedo y es demostrarnos una vez más que no hay un plan para la gobernabilidad del sistema penitenciario.
*Periodista
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