Miedo y pérdida de libertad

Por: Héctor A. Martínez

Las matanzas colectivas ocurridas en los últimos días en el país ha provocado una serie de reacciones que van desde la búsqueda de soluciones inefectivas y descabelladas, hasta las respuestas restrictivas de parte del gobierno. Como la gente cree que el fenómeno de la delincuencia obedece a una dejadez institucional, entonces ha comenzado a presionar para que las autoridades tomen medidas coercitivas tomando como ejemplo la metodología empleada por Nayib Bukele en El Salvador. Lo que la gente ignora es que ese tipo de medidas son apenas el comienzo insospechado de un estado de indefensión del que no podrán salir tan fácilmente; no al menos por la vía democrática.

Lo más preocupante de toda esa escalada sanguinolenta es que la gente comienza a experimentar el miedo colectivo; y el miedo, una vez masificado, como pocos saben, genera impotencia, resentimientos, pero también estimula la aprobación de disposiciones que atentan contra los derechos y las libertades más fundamentales del ser humano; verbigracia: los incómodos estados de excepción, la libre circulación, y las aprehensiones arbitrarias, tal como ocurre en El Salvador. Cuando las emociones dan paso a la irracionalidad, entonces sobreviene lo inevitable: responder a la violencia con violencia sin importar las consecuencias ni los daños infligidos a terceros.
Es normal que la gente sienta miedo en estos momentos, pero hay que tener mucho cuidado con las soluciones propuestas, porque no todas resultan convenientes, ni todas son el resultado de una necesidad histórica, como decían los marxistas en mis días de estudiante universitario. Como en toda sociedad donde impera la pobreza cultural y la inseguridad, es “normal” que la gente sufra de estados de depresión, angustia y desesperanza. Pero cuando el miedo se apodera de los ciudadanos, en medio de esas condiciones de deterioro sostenible, no es de extrañar que la desesperación se convierta en el detonante que motive a un gobierno a tomar medidas que pueden provocar más daños que otra cosa.

Para que hayamos llegado a una situación como la que nos toca vivir en estos momentos, es porque nuestro sistema político y social ha colapsado, y las instituciones de justicia y policiales han sido filtradas por el crimen organizado, de modo que poco puede hacerse para acabar con esa sólida y bien establecida industria del mal. Incluso -como sucede en casi toda la América Latina-, el crimen y las autoridades han aprendido a vivir en perfecta armonía simbiótica, de tal forma que el problema del uno se convierte en el problema del otro. Para cuando un gobierno pretende imponer el orden y la autoridad, el tiempo se ha agotado: la fiera responde echando mano de todos los medios disponibles, para lo cual hay que estar bien preparados para un enfrentamiento que exige muchos recursos e inteligencia de primera.

Como nada de lo que se proponga desde el punto de vista represivo ofrece resultados verdaderos, entonces la tentación por aumentar las restricciones se vuelven más intensas. Cuando el miedo alcanza su punto máximo, los ciudadanos comienzan a perder la fe y la confianza en ese sistema que está obligado constitucionalmente a ofrecerle una vida libre de los peligros sociales. El tejido social se cae a pedazos, pero el poder se fortalece controlando cada resquicio de la sociedad, invocando a la autocracia del soberano, a cambio de la pérdida de ciertas libertades. Es justamente lo que está ocurriendo en El Salvador.

Cuando un gobierno trata de controlar lo que considera inestable y amenazante para el sistema, comienza a elevar la intensidad de las restricciones. En ese juego de profilaxis social, no es de extrañar que también se coarten otras libertades más vitales como la libre movilización, la libertad de expresión, o se promuevan las denuncias y el “orejismo” comunitario. De esa manera caemos en un estado policial que todo lo vigila, que nada ignora, y que no rinde cuentas a nadie. Ese es el resultado de aquella emotividad masiva que un día pedía a gritos la llegada de los salvadores.

(Sociólogo)