BARLOVENTO: Negación absoluta de la vida

Por: Segisfredo Infante

Frente a las inmensas tragedias humanas (o inhumanas) me inclino por volver a la lectura de los dramaturgos clásicos. Entre ellos Esquilo, Dante y Shakespeare. Porque los sucesos escenificados en la cárcel femenina de Támara, cerca de Tegucigalpa, conmueve las entrañas del más insensible de los hombres, ya sea que este tenga o no tenga ningún poder político, económico, social, financiero o religioso. La indiferencia ante la infinita desgracia de un total de 46 mujeres, unas calcinadas y otras asesinadas con instrumentos mortales, en un estado de total ingrimidad e indefensión, se traduciría, tal indiferencia, como propia de sociópatas en serie, enfermos hasta la médula del hueso.

Probablemente repetiré en este breve artículo frases y palabras que ya se han exteriorizado en los medios de comunicación nacional e internacional. No importa. Lo que realmente importa es compadecerse del espantoso sufrimiento de las víctimas y solidarizarme, desde mi rincón solitario, con los familiares, los hijos y amigos de las mujeres muertas, al margen de cuáles hayan sido los móviles de los malhechores (de ambos sexos) y de quiénes hayan perpetrado los crímenes concretos.

Vengo de una rara generación en que nuestras madres y abuelas, incluyendo tíos varones y buenos profesores, enseñaban que había que aprender a respetar a las damas de todas las edades, fueran feas, bonitas, jóvenes, maduras o regulares. En mi caso personal me lo pensaba cien veces antes de piropear a una muchacha. En parte por timidez pero, sobre todo, por las normas de urbanidad que me habían transmitido. También a las niñas y a las jóvenes adolescentes se les enseñaba a jamás pronunciar palabrotas groseras salidas de tono o de contexto. A mis compañeras y amigas del Instituto Central “Vicente Cáceres” y de otros colegios de secundaria, jamás les escuché lenguajes chocarreros de ningún tipo. Creo que tales expresiones violentas provienen de las nuevas generaciones extasiadas con el peor “reguetón” y con el baile del “perreo”. Tal fenómeno se puede constatar en los últimos veintitrés años.

Es paradójico que “Cefas” sea una palabra de origen arameo, trasladada al griego, para nombrar a Simón-Pedro, el discípulo mayor del Rabino de Galilea. “Cefas” es también el nombre, o la sigla, que se ha utilizado al momento de referirse a la triste cárcel de mujeres en Támara. La tragedia descomunal ocurrida en “Cefas” posee antecedentes en otros presidios hondureños, predominantemente en La Ceiba y Comayagua. Pero también en cárceles ignominiosas de América Latina, en donde “la vida no vale nada”, y los presidiarios, o privados de libertad, son acribillados a balazos. O calcinados. Por momentos pareciera tratarse de una costumbre barbárica tercermundista. Aun cuando se debe hacer constar, por milésima vez, que los dirigentes nazi-fascistas “civilizados” también practicaron, previamente, la asfixia, el envenenamiento y la incineración de sus víctimas masivas, en nombre de una supuesta “raza superior”.

Durante varios años y decenios he insistido en mis artículos sobre el derecho sacrosanto a la vida, de todas las personas. Es “sacrosanto” por múltiples razones. En primer lugar porque hasta un grupo de científicos ateos coordinados por Carl Sagan (ver el libro “Comunicación con inteligencias extraterrestres” de 1967 y 1973) llegaron a la conclusión, mediante una serie de reuniones y de actas redactadas en Moscú, Praga, Nueva York, Armenia y Washington, que el aparecimiento de la vida en la Tierra y en cualquier otro lugar del Universo, es lo más semejante a un verdadero “milagro”, según el significado que le demos a esta palabra. No digamos el surgimiento de la vida racional en las primeras civilizaciones. Un segundo motivo, quizás más fuerte que el anterior, se configura con las cosmovisiones judeocristianas y de otras religiones sobre el origen de la luz, del “Hombre” y de nuestro globo terráqueo.

En esta eventualidad varios personajes tratarán de enlodar nuevamente el nombre de Honduras a nivel internacional. Y aunque sabemos que el Estado deviene obligado a salvaguardar las vidas de todos los hondureños (estén presos o estén libres) y a proveerles comodidades sanitarias, a mi juicio se deben identificar con precisión los nombres y apellidos de los responsables directos, de ambos sexos, que han inducido hacia estos crímenes apocalípticos, estremeciendo a nuestra sociedad, y luego enjuiciarlos.

Conviene, por último, citar las palabras de la obra teatral de Esquilo, el griego, titulada “Los siete sobre Tebas”, que rezan lo siguiente: “Gime la ciudad estremecida en sus cimientos” (…) “Estoy temblando, crece en las puertas el estrépito”. (…) “¿Quieres, pues, gozarte en la sangre de tu propio hermano?” (…) “!Qué horrendo de decir! ¡Qué horrendo de mirar!”. Confieso mi tristeza inexpresable frente a la negación absoluta de la vida, como un hondureño silencioso más, sumergido en la impotencia.