Economía nacional: ¿cuál camino tomamos?

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

Cuando la economía de un país se encuentra en bancarrota, es el momento propicio para que aparezcan los demagogos con las tablas mosaicas en las manos diciendo que la historia cambiará de sentido, y que el bienestar al fin dejará de ser un simple discurso politiquero. Pero cuando ganan las elecciones se encuentran con un camino que se bifurca, sobre el cual deberán tomar una decisión: o seguir haciendo lo mismo que hacían las administraciones anteriores, o comenzar desde cero para levantar los cimientos de una sociedad más próspera y armónica. La primera opción es más llevadera y menos comprometedora; solo es cuestión de ir administrando las crisis, aparentando esfuerzo y compromiso. La segunda requiere patriotismo, trabajo serio, y mucha inteligencia, una virtud bastante escasa en nuestros políticos.

En países sumamente empobrecidos como Honduras, el tema económico se circunscribe a dos situaciones que se caracterizan por su inutilidad para alcanzar el progreso prometido: el discurso de la empresa privada que pone énfasis en la generación de empleo como el despunte para dinamizar los mercados; y el lenguaje de los políticos asentado sobre el principio de las reformas institucionales para manejar la deuda y la inversión social. Vueltas y más vueltas sobre el cruel juego de las estadísticas nacionales, mientras el crecimiento económico se estanca, y la pobreza aumenta sostenidamente.

Debemos dejar de engañar a las nuevas generaciones prometiéndoles que el progreso económico y social vendrá después que resolvamos los problemas y la corrupción heredados de los gobiernos anteriores. Que un nuevo proyecto político de alcances insospechados abrirá las puertas a la prosperidad. Como “nuevo” proyecto deberá entenderse, caras novedosas, con los mismos resultados de siempre.

Frente al fracaso, algunos economistas de pizarrón -como les llama von Mises-, proponen una mayor presencia del estado frente al “fracaso” del mercado, una vieja leyenda que con la pandemia ha despertado el apetito de los amantes de las políticas intervencionistas. Esa regresión a los años 30 del siglo XX solo ha servido para justificar un aumento desmedido de la burocracia piramidal, acrecentar el gasto, imprimir dinero, intervenir al sector privado, y enrumbarse hacia un empobrecedor socialismo.

En cuanto a los liberales, hay que decir que nadan contra la corriente; que sus propuestas modernizantes se parecen más a la profecía marxista de un estado reducido casi a la nada, y un empresariado con sensibilidad humana. Pero un proyecto (Neo) liberal no tiene pegue en estas tierras; primero porque habría que reducir el gasto y promover el ahorro, y eso implica para los políticos perder votos, prestigio y poder. Para los empresarios significa desaprovechar las ventajas que ofrece el proteccionismo estatal, o sea, el capitalismo de amigotes que siempre ha imperado en casi toda la América Latina.

A las propuestas (Neo) liberales, fallidas por lo antes dicho, se suman las ofertas de un socialismo que nadie entiende, pero que, en todo caso, se trata de un mero intervencionismo estatal en las actividades económicas privadas, tal como está ocurriendo en este momento. Y el peligro de un intervencionismo extremo es que llega el día en que el gobierno trata de controlar el mercado a través de las nacionalizaciones, expropiaciones, e intervenciones legales siguiendo el patrón de los teóricos marxistas de la Dependencia. Desgastados de luchar sin resultados, llega el día en que los empresarios agarran sus maletas y se van “a la porra”. Los pobres se quedan aplaudiendo consignas.

En todo caso, debemos desconfiar de esos proyectos revolucionarios que pretenden partir de cero, porque se trata de una olímpica mentira. Dos consideraciones para el cierre: el socialismo es un mecanismo fallido: no hay sociedades exitosas que siguieron esa ruta empobrecedora. Es mejor fortalecer el sector privado, incentivando la libre empresa a través de estímulos fiscales, controlar el crimen institucionalizado, y fumigar los tribunales de justicia contra la peste de la corrupción. Después veremos cómo poner a competir a los empresarios en los mercados globales, mientras se prepara un sistema de Responsabilidad Social centrado en los trabajadores y sus familias.