Por: Segisfredo Infante
Cuando caigo en estado de desánimo, en vez de cruzarme de brazos intento leer periódicos amarillentos o polvosos; o quizás hojear un libro llamativo, que podría ser de interés para el lector promedio. En los recortes de “antiguos cronicones” como les diría Edgar Allan Poe, logro descubrir los alcances y limitaciones de autores que escribieron hace alrededor de cuarenta años. Percibo, con piedad y hasta con tristeza (incluso de mí mismo) las tremendas obsesiones y confusiones de aquellos días, de personajes atrapados en sus circunstancias, que trataron de explicar, deslindar fronteras mezcladas y denunciar los sucesos del mundo de finales de la década del setenta y buena parte del ochenta, en plena “Guerra Fría”, cuando los frágiles países centroamericanos eran disputados por las dos grandes superpotencias.
Pero hoy desearía centrarme, más bien, en la banalización que ha experimentado la gran “Filosofía” en los últimos treinta años aproximados, a partir de un libro publicado por el italiano Umberto Eco, allá por 1997 y 1999. Me refiero al voluminoso texto “Kant y el ornitorrinco”, en donde el pensador semiótico formula, desde las teorías sígnicas, reafirmaciones y cuestionamientos acerca del concepto de identidad y del pensamiento clasificatorio o esquemático occidental, y quizás universal. No es casual que Umberto Eco haya elegido al “ornitorrinco”, uno de los animales más extraños de la zoología planetaria (que rehúye cualquier clasificación), como especie central de un discurrir en donde se ensambla la semiótica con la filosofía. Eco reconoce de entrada que podríamos ser herederos de las verdades y de los errores de Immanuel Kant; o “descubrir” cosas que ya habían sido descubiertas por el gran filósofo alemán hace más de doscientos años. Pero tal reconocimiento lo hace con mucho tacto, aun cuando por momentos el autor arranque sonrisas al sugerir que “el Ser se ha ido de vacaciones”. Etc.
Hay varios ejemplos específicos de pretendida banalización o frivolización de la filosofía, incluyendo un “Antimanual de filosofía” de Michel Onfray. Sin embargo, tengo a la mano por lo menos tres libros de Thomas Cathcart y Daniel Klein: A) “Platón y un ornitorrinco entran en un bar” (2007). B) “Aristóteles y un armadillo van a la capital” (2007). Y C) “Heidegger y un hipopótamo van al cielo” (2010). Los dos autores harvarianos hacen gala de humor ácido centrándose en los discursos de los políticos y burlándose de la filosofía y del fenómeno de la muerte.
Es claro que Thomas Cathcart y Daniel Klein adoptaron la idea de “Kant y el ornitorrinco” de Umberto Eco. Pero con fines y esquemas diferentes. No podemos ni debemos evitar que ambos autores, bien alimentados y en un mundo de legítima libertad de expresión, se burlen de la gran “Filosofía”. Pero tenemos derecho a sospechar que nunca han experimentado la cercanía de la muerte en carne propia. En tanto que cuando ellos hablan de la muerte, como tema filosófico y teológico, lo hacen en términos demasiado ligeros, es decir, en forma banal y posiblemente frívola. En este caso sería interesante especular sobre cómo hubieran reaccionado los dos autores humorísticos si acaso hubiesen experimentado la llegada de la muerte, todos los días y a cualquier hora, acorralados en un campo de concentración y exterminio, padeciendo hambrunas y enfermedades múltiples. Tal experiencia la sobrepasaron, de milagro, algunos pensadores importantes como Primo Levi y Viktor Frankl. Este último sobrevivió varios años y creó la escuela existencialista y psicoanalítica de “logoterapia”, con el fin de auxiliar a las personas que padecen de desánimo, depresión y motivaciones suicidas. (Edmundo Pérez, coordinador de un grupo de alcohólicos anónimos en Tegucigalpa, me invitó a ofrecer una charla, antes de la pandemia, sobre el sentido de la vida basándome en la obra de Viktor Frankl. La mayor parte de los asistentes, hombres y mujeres, coincidieron en que el concepto de “amor” aplicado es el que le imprime verdadero sentido a la existencia).
Dagoberto Espinoza Murra, un amigo psiquiatra ya fallecido, me preguntó en dos o tres ocasiones cuál era el mejor camino para iniciarse en la filosofía. Y también me preguntó si a su avanzada edad era posible organizar un círculo de estudios de la obra de Immanuel Kant. Le contesté que las recetas de iniciación en filosofía eran inexistentes; pero que lo recomendable era comenzar con los llamados “presocráticos”. En cuanto a estudiar la filosofía de Kant, le expresé que según consejos de su propio padre (don José María Espinoza Cerrato) se podía “continuar leyendo con un pie adentro del sepulcro y con el otro afuera”. Nunca desanimé a mi respetado amigo.
La gran “Filosofía” es una disciplina universalizante rigurosa. Hay que leerla página por página y volver a los primeros capítulos de cada libro. Los atajos o los saltos en la lectura de los clásicos, podrían provocar desinformación, confusión y frivolidad.