Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)
La falta de gobernabilidad nos pasará la factura más temprano que tarde, y todas las señales nos indican hacia dónde se encamina el país en términos sociales y económicos. Señales, por cierto, que no son nada prometedoras, sino todo lo contrario. Falta de gobernabilidad no significa que no se trate de hacer las cosas, pero entre hacerlas y hacerlas bien, hay una enorme diferencia. Que la ruta sea la correcta, es otro asunto.
Es verdad insoslayable que muchos de los problemas que nos aquejan provienen de la desidia e irresponsabilidad de los gobiernos anteriores, pero no se llora sobre la leche derramada. Los líderes ensamblados con el acero de la respetabilidad se echan al hombro las pesadas cargas de la inoperancia política, y comienzan a dar señales de energía, vitalidad y potencia. Y esas señales no pueden estar basadas en la conflictividad permanente, en el encono, y en la enjundia por obstruir todo aquello que no ostente el color del partido en el poder.
La promesa de edificar una nueva sociedad, para no mencionar la gastada acepción oficialista, requiere de consensos y negociaciones, sin coacciones de uno y otro lado. Decimos esto porque en aquellas sociedades donde los autoritarismos se han impuesto, el fracaso ha sido evidente, a menos que, como en el caso de la China comunista, la generación de riqueza se convierta en la amalgama para mantener un equilibrio social más o menos estable. Ello, a pesar de sacrificar la democracia liberal. ¿O es que acaso el ciudadano, hastiado de la falta de oportunidades prefiere perder su libertad a cambio de una vida de abundancia material? ¿No es posible construir una sociedad donde el bienestar y la democracia vayan de la mano?
El buen gobierno, es decir, el gobierno que exhibe buenos liderazgos es aquel que abre las puertas a todos los sectores, incluso a quienes no comparten su doctrina. Esto es así porque las reformas institucionales no pueden proceder únicamente de la racionalidad de la élite de un partido, aun cuando estén convencidos de la efectividad de su proyecto. Con el producto de los consensos, un gobierno puede acondicionar sus objetivos con los intereses de los otros, es decir, no se puede escribir sobre una tabla rasa ignorando una base social organizada que, aunque no les guste, forma parte medular del engranaje social. Así funciona la democracia participativa, a menos de que en el Gobierno la entiendan de otra manera.
Una sociedad jamás se levanta cuando los propósitos del grupo en el poder se anteponen a los planes de otros grupos, olvidándose que existen necesidades de todo tipo, desde las individuales, hasta las gremiales, sin olvidar las que generan utilidades y medios de subsistencia. Cuando las señales que surgen desde un gobierno indican que no existe el mínimo interés en apoyar, estimular o patrocinar la razón de ser de las instituciones y gremios, entonces, algo no anda bien en el ambiente. Frente a lo que parece ser un descontrol sobre los asuntos de la “polis”, surge el temor y la desconfianza entre los ciudadanos, y brotan -no podría ser de otra manera- las consabidas preguntas de hacia dónde nos dirigimos, y cuáles son los posibles escenarios que nos esperarían en caso de proseguir la apatía gubernamental.
Las sociedades exitosas que sortearon las pruebas de la destrucción de sus economías debido a las guerras se edificaron desatendiendo las inclinaciones ideológicas, los sectarismos, y los afanes de lucro. Solo las sociedades inteligentes se levantan de las ruinas y se erigen hasta las alturas del desarrollo económico y el progreso cultural, conjuntados en comunidad para demostrarle a sus enemigos de lo que son capaces en el terreno económico, a falta de lo que no pudieron hacer en el campo de batalla.
Si la agenda y el proyecto político del Gobierno no contempla estos antecedentes, entonces la cosa va por otro lado, y no queda más que esperar por la llegada de las salvaguardas de la democracia: las elecciones generales.