Poder y corrupción

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

Cuando escuchamos hablar de la corrupción, lo primero que se nos viene a la mente son los políticos. Por supuesto que la mala fama está más que merecida; no es gratuita en modo alguno. Tras años de propaganda reiterativa diciéndonos que los esfuerzos de cada gobierno se centran en el combate a ese flagelo, los resultados nos muestran lo contrario. Como los ciudadanos poco o nada pueden hacer frente a los actos deleznables de los funcionarios, la única manera de castigar a los corruptos es a través del voto en las elecciones. Esto, suponiendo que los organismos electorales no incurran en el fraude, un fenómeno muy frecuente en América Latina.

Si alguien se interesase en aplicar una encuesta sobre la percepción y significado de la corrupción, es casi seguro que la gente se limitaría a señalar al latrocinio como la única fuente de descomposición moral de los funcionarios. Tales suposiciones, aunque sean muy reales, casi siempre se limitan al pecado de la cleptomanía estatal, es decir, en la figura del desvalijador que mete sus uñas en la caja chica institucional, y se lo embolsa sin que nadie detecte alguna anomalía en el arqueo contable. Pero la ratería en las instituciones es apenas la punta de la madeja de un ovillo que a medida se va enrollando, nos revela la complejidad estructural y funcional de una envilecida malla de insospechadas conexiones.

Sin embargo, en la consciencia de los ciudadanos, la creencias y los mitos diluyen la esencia del funcionamiento de la corrupción; en principio, porque se trata de negocios que se pactan en lo más recóndito de lo privado; y porque la urdimbre no aparece en los organigramas de las instituciones, como para detectar el nombre del director de la orquesta y los músicos. Los escándalos explotan muchos años después, solo cuando un partido de oposición llega al poder y destapa la olla de la putrefacción institucional.

Pero la cosa va más allá del simple robo: en realidad, se trata de un sistema de múltiples y complejas transacciones que solo es posible detectarlas en los procesos institucionales, siempre y cuando exista un ente fiscal que levante las auditorías respectivas. Pero ¿qué creen? Ese sistema es tan amplio, que no podría sobrevivir sin el “laissez faire” de los reguladores del Estado. En otras palabras, ese consorcio es piramidal y de multiniveles, al igual que algunos negocios fraudulentos de geometría piramidal, donde los de arriba son los grandes ganadores.

Muy para nuestro pesar, el abanico para hacer negocios sucios en -y con- el Estado, es de lo más diverso. Todo depende de la idiosincrasia del país; la cultura organizacional, la laxitud de los procesos y procedimientos, la solidez contralora, y -como diría Hegel-, del espíritu nacional de valores compartidos. Pero no debemos dejar de lado el estado de la economía nacional, porque entre más empobrecida está la gente, más caros son los sueños de los políticos y amigos que se encaraman en la pirámide estatal. La pobreza en ascenso, cuando alcanza niveles que sorprenden a los medidores de la CEPAL, se convierte en el caldo de cultivo perfecto, el fermento propicio para que la demagogia política se instale a sus anchas en el escenario nacional, porque la salvación de las almas ya no depende de sí mismas ni de Dios, sino del político embaucador.

El significado y el significante de la corrupción no es más que una oquedad de la semiótica política, y un ardid propagandístico de la oposición que se presenta aséptica de los males que exhibe el poder. Al final de cuentas, la carrera ya no es contra la pobreza ni a favor del bienestar. La imposibilidad para reducir la primera y elevar el segundo, sumado a la incapacidad de los políticos, obliga a éstos a bajar los brazos, y a dedicarse a hacer lo que mejor saben hacer: manejar con efectividad los negocios que se hacen a la sombra del poder.