Marlon R. Rodríguez
Esa mañana del martes 28 de mayo de 1935 en varios lugares de Santa Bárbara habían preparativos de viaje. En casa de los Leitzelar Vidaurreta, doña Margarita Vidaurreta alistaba el equipaje de su esposo Raúl Gonzalo Leitzelar y su bebé Raúl. En otro punto de la ciudad una bella chica de nombre Bonty López también se preparaba para su viaje, un conjunto discreto y un gracioso sombrero de plumas se refleja en el inmenso espejo de cristal de cuarzo. Y en el centro de la ciudad, en la casa del agente bancario don Justiniano Tróchez también se despide de su familia. El banquero se siente orgulloso de conversar con su joven hijo Gonzalo Tróchez, ahora es todo un galeno y vino a establecerse a la ciudad. Quizá instale una botica en el pueblo. Su hijo se había marchado a los Estados Unidos a la edad de 6 años y recién regresaba a abrazar a sus padres y mostrar su título de médico. Toda una vida esperando ese fruto del esfuerzo y la distancia. Padre e hijo se abrazaron. El hijo sintió un presentimiento y abrazó con fuerza a su padre como lo hizo un día cuando se marchó al internado en los Estados Unidos, con tan solo seis años.
¡Te amo, padre! ¡Y yo a ti, hijo!, dijo don Justiniano agarrando su sombrero de copa.
Las hélices del biplano empezaron a girar. Entonces ya los otros pasajeros habían abordado. El experimentado piloto alemán Ernest Boss, tomó un trago de wisky de su achatada botella plateada. Colocó sus lentes revisando su plan de vuelo, primero iría hacia el noroeste, hacia Florida Copán a dejar a la pequeña Berta Lilis Cobos. Luego hacia San Pedro Sula con los restantes pasajeros. La bella señorita Bonty López sonreía, sosteniendo su sombrero de plumas. Ella viste un conjunto color caqui como las pilotos que ella ha visto en el cine. El matrimonio Leitzelar Vidaurreta está entretenido con su bebé y el banquero don Justiniano Tróchez se acomoda en su asiento. Sonríe haciendo una reverencia. El bimotor ruge y toma velocidad en la pista de tierra del campo de Galeras, el piloto expresa: ¡Zeit zu gehen! para luego despegar. Hace un breve giro a la izquierda tomando rumbo a Copán. Esa tarde es húmeda y con viento. Aún no ha logrado la altura para desacelerar, hay resistencia en el viento y el avión no se eleva lo necesario, no han pasado ni tres minutos; y, el piloto sabe que algo anda mal. Hala el timón pretendiendo elevar un poco. El río Ulúa está cerca. Igual los peñascos. Si tan solo lograra elevar un metro y posarse en un breve valle. Pero el Cóndor hasta allí llegó. Fue un instante, breve el choque contra el peñón, como si un pajarillo chocase contra una pared. Se encogió el Cóndor de hierro. Las aspas cesaron su rotación, doblándose como cañas frágiles. Los vidrios se astillaron; y, las uniones de las piezas cedieron.
Justiniano Tróchez sintió el impacto en su pecho, luego en su frente. Algo tibio nubló su vista, un dolor lacerante en el pecho no impidió que abriera la puerta del avión logrando sacar del amasijo de hierro a doña Margarita y después a don Raúl. Vio a la bella Bonty López, como una muñeca rota doblada sobre su asiento. El niño Raúl también ha fallecido. Doña Margarita llora desconsolada. El piloto Boss aturdido, logra salir del avión. Susurra un ¡Ich Bin fertig! dando tumbos; se pone en pie y cae al suelo quedando inmóvil con su mirada perdida en el cielo opaco de la tarde.
Don Justiniano grita pidiendo auxilio. La tarde cae y las horas pasan. El estado del banquero se deteriora por el esfuerzo de auxiliar a los heridos. Sangra por la nariz y la boca; tiene laceraciones profundas en su rostro y pecho, — quizá unas costillas fracturadas–, su pierna derecha sangra; requiere de auxilio. O se desangrará. Un caminante de Celilac, ha escuchado los gritos de auxilio. Contempla aterrorizado el desastre. Corriendo llega al pueblo a pedir ayuda. Han pasado tres horas y los primeros en llegar a la escena del accidente son los doctores Emigdio Mena, Luis Vaquero y Gonzalo Tróchez. Son tres leguas de distancia y camino agreste. En hamacas y hombros sacan a los heridos. La pequeña Berta Lilis Cobos ha expirado. Casi es noche cuando llegan a la ciudad. El evento ha conmocionado a los pobladores y la caravana se dirige a la casona de don Justiniano Tróchez. Su hijo el doctor Gonzalo lo interroga para evaluar su gravedad y lucidez. Los demás galenos ayudan a limpiar heridas y suturar, le inyectan sedantes y antibióticos. Si logra amanecer, se le trasladará a una clínica en la capital. El enfermo respira con dificultad. Cuando el reloj de la iglesia marcó dos campanadas, el corazón de aquel noble hombre cesó su marcha. Su hijo el doctor Gonzalo, sintió su mano fría e inerte; y se, enteró de tan fatal realidad. Sollozó en silencio despidiéndose de su amado padre. El presbítero Honorato Coll estuvo presente hasta la madrugada. Al amanecer, el pueblo ya sabía del desenlace. Una avioneta de Taca partía hacia San Pedro Sula con los restos de la señorita Bonty López, de la pequeña Berta Lilis Cobos y del piloto alemán Ernest Boss. Todo había terminado. Empezaba el dolor de sus familiares y el estupor de toda la sociedad, sobrecogida por los designios de la fatalidad.