Héctor A. Martínez
Cuando se firmaron los llamados Acuerdos de Paz en El Salvador en 1992, después de once largos y sangrientos años de guerra civil, dos de los comandantes guerrilleros, Shafick Handal y Joaquín Villalobos, pronunciaron sus respectivos discursos convocando a la concordia nacional, y al respeto de todos los sectores por los acuerdos, como base elemental para lograr la reconstrucción del país. Handal habló de una secesión donde no había “ni vencedores ni vencidos”, y Villalobos se refirió a una guerra interminable que estaba “condenada a ser perdida por todos o a ser ganada por todos. Con los acuerdos hemos ganado todos”, sentenció el que un día fue conocido como el comandante “Atilio”.
Pues bien: lo que pasó décadas después, hasta llegar a la estación donde Nayib Bukele se sube al vagón de la historia, no podía preverse por aquellos días, como todo lo que se hace en política; nada está escrito en piedra. La historia es caprichosa: el camino “correcto” por el que creen llevarnos muchos líderes políticos, llega un día en que se ramifica en una miríada de impensados vericuetos. Años después, cuando descubrimos las metidas de pata de aquellos videntes declarados paladines de su tiempo, ya es demasiado tarde: estos se encuentran gozando de una espléndida pensión, o yacen siete metros bajo tierra, sin epitafios memorables.
La reedificación de una sociedad no necesita de una condición violenta para darse cuenta de la necedad histórica que pueden cometer los gobiernos al destruir el andamiaje democrático sin establecer consensos, o imponiendo una agenda producto de la imaginación de unos fantasiosos que se tragaron el cuento de la irremediable y necesaria conducción de un país. Eso mismo pasa con las élites tradicionales cuando se empecinan en mantener las condiciones sociales al margen de las fuerzas que mueven al mundo, condenando a la sociedad al fracaso económico y a la desesperanza, germen inevitable de los conflictos. Quienes no aprendieron del descalabro de aquellos regímenes del pasado fundados en la confrontación fraterna, no son más que unos necios. Muchos de los conflictos podrían evitarse con solo imaginar las posibles consecuencias de cada acción del presente. Si los franceses de la Revolución de 1789 hubiesen sospechado lo que propiciaban en aquellos tormentosos días, no habrían sufrido la deshonra eterna de la derrota napoleónica.
No: no se construye una sociedad, deteriorada en su espíritu, con el mismo discurso vacuo del progreso irremediable, o de la modernidad ineludible. No se edifica la sociedad apelando a la paz, la prosperidad y el orden, propiciando, al mismo tiempo, las pugnas entre hermanos, o poniendo a prueba la mansedumbre de los ciudadanos.
Un país jamás saldrá del atolladero si los poderes del Estado se conjuntan en un solo haz para satisfacer los caprichos del príncipe, o las instituciones garantes de los derechos humanos se hacen de la vista gorda cuando se enjaulan las libertades más elementales. Las imposiciones verticales, fundadas en el manoseo de la ley -más no en la legislación, que no son la misma cosa-, abre el camino al decisionismo del soberano que, como bien creía Carl Schmitt, arquetipo filosófico de Joseph Goebbels y Alfred Rosenberg, es potestad exclusiva del jefe.
Todas las experiencias del lejano pasado y las más recientes -pensemos en la fundación de los Estados Unidos, en la España postfranquista, o en la misma guerra civil salvadoreña-, los consensos, los acuerdos y las negociaciones públicas y privadas, fueron factores necesarios para reestablecer la paz y la concordia de una sociedad dañada institucionalmente por las ineficaces administraciones del pasado.
Cuando la animadversión reina entre los miembros de una sociedad, entre los gremios y las organizaciones intermedias, ni la paz ni el desarrollo son posibles. Un mínimo de consenso, una pequeña apertura a los “enemigos” puede significar un giro drástico en la historia. En la política, echar mano del sentido común resulta más beneficioso que las inextricables fórmulas de los ideólogos, o las escleróticas doctrinas partidistas que no guardan correspondencia con la realidad.
(Sociólogo)