Héctor A. Martínez
Contrario a lo que muchos piensan como una salida efectiva a los problemas de la sociedad, los autoritarismos como el que exhibe Nayib Bukele, o las dictaduras como las de Daniel Ortega y “La Chayo” Murillo, representan la disolución definitiva de la democracia, y la máxima expresión mesoamericana del machismo en el poder.
Se trata de un machismo compartido por millones de hombres y mujeres; aplaudido por las masas deseosas de la hercúlea figura del que “se amarra los pantalones”; del que pone orden en casa, del que sabe cómo mandar, y que no permite que nadie, ni de afuera ni de adentro, se entrometa en los asuntos de su propiedad. De eso se trata el ser macho y machista: de mandar y no dejar que nada ni nadie le tuerza el brazo, ni Dios, ni los imperios, ni la oposición.
Pocos se preguntan cómo hará Bukele para recibir los millones de “likes” en las redes sociales, y a qué se deberá la fiereza de sus empleados anónimos cuando publican en “X” los ataques contra aquellos que se atreven a cuestionar sus decisiones. Aunque la popularidad del presidente de la gorra con la visera hacia atrás, y barba tipo sultán no necesita de los “bots” ni los “call centers” -creo yo-, sus actuaciones siempre van precedidas del discurso autoritario y conflictivo; cuestionador de las élites tradicionales, de las cuales se desliga para aparecer como un figura “sui generis” de la antipolítica mesoamericana. Los “haters” que le apoyan por un salario, o de gratis, brotan como moscas después de las lluvias: basta con que alguien publique una crítica para que reciba lo suyo. Todo ello a pesar de que la economía de El Salvador no crece más que la de Honduras, según la CEPAL -lo cual es muy malo-, y que la CIDH tenga al gobierno salvadoreño como uno de los principales transgresores de los derechos humanos de América Latina.
Y es que este continente ha sido, por tradición, la tierra de la personificación en la política, o la política personificada en la figura fuerte del mandamás, del jefe de jefes, al que ninguna carta magna puede doblegar. La imagen del macho con poder, o el machista pistola al cincho y botas vaqueras, es un sello indeleble en el “geist” de Mesoamérica; el arquetipo procedente, según algunos autores, de los indómitos caciques, de militares con pechos abarrotados de charreteras, de mandadores de hacienda, y, desde luego, de los políticos dictadores.
Puesta en el poder, esa imagen viril se manifiesta transfigurada en la acción, deshaciendo entuertos que los políticos tradicionales no pudieron ni quisieron arreglar. Ese “señor de los cielos”, narcisista por demás, elegido con la maquinaria democrática, la que espera desmantelar un día, se convierte en la “voz del pueblo”, separándose de las élites tradicionales, a las que acusa de corruptas, a pesar de los escándalos censurables que salpican a su propio gobierno. Sabe que la fanaticada hambrienta de espectáculos y escándalos aprobará sus desenfrenos sin cuestionar la moral del hechor ni del consentidor. Esa es la “renovada” política mesoamericana, la misma de Porfirio Díaz, de Stroessner, de Somoza, Trujillo y Carías Andino. Por lo que respecta a la democracia y la economía, estas se pueden ir al carajo.
Finalmente, el autócrata, el dictador en cierne, necesita polarizar la sociedad, enemistar a la gente, porque, en el caos reinante, en la multipolaridad confusa, la “vox populi” clama por seguridad y orden. Las masas hastiadas de tanto malandro demandan la presencia del padre “chingón” al que se refería Octavio Paz en “El laberinto de la soledad”. Para detener al “soberano”, no basta con hacer oposición en las cámaras legislativas, ni encender velitas a la Santa Madre. Como no existe un manual del dictador, ni claves para detener esta locura absolutista, a cada pueblo le tocará hacer lo suyo: o impedir el manoseo de la constitución, o llorar sobre la leche derramada.
(Sociólogo)