Por las redes, mi amigo Tito Ortiz hizo hace unos días unas reminiscencias de Tegucigalpa con la pregunta ¿qué se hicieron? , esa interrogante me inspira a escribir hoy sobre aquellas ventas en la calles del ayer capitalino y que para nosotros son parte de la historia de la muy noble y leal ciudad de las canteras.
La Tegucigalpa de hace más de cincuenta años ofrecía a sus habitantes un conjunto de costumbres que con el paso del tiempo se fueron perdiendo y que ahora motivan recuerdos en nuestros contemporáneos cuando transportamos en esta columna semanal del ayer al presente, lo que vivimos en aquellas épocas pretéritas.
Hoy les relataremos algunas de esas cosas inolvidables que constituían parte de las costumbres de las calles capitalinas, escenario de actividades de muchos hombres y mujeres que se ganaban el sustento de sus vidas y la formación de sus proles, con el trabajo cotidiano que les llevaba a transitar con sus productos bajo el ardiente sol, las tardes frías y los lluviosos días tegucigalpenses.
Comenzamos este relato al contarles de un personaje que conocíamos como “Patachón”.- Era un español que desde que llegó a la vieja Tegucigalpa se dedicó a fabricar y vender en una carreta deliciosos helados de vainilla, fresa, chocolate y otros sabores los que preparaba en los tambos que alineados tenía bajo una galera en la casa que habitaba en el Barrio La Hoya en una calle de tierra en hondonada que daba a una de las márgenes del Río Chiquito.
“Patachón” era de mediana estatura, gordo, cubría su calva cabeza con una gorra o con un sombrero de ala ancha para protegerse de los rayos solares y con su voz afónica seguramente de tanto gritar cuando iba vendiendo los barquillos con los sabrosos helados y cantando una copla española que tenía como marco musical el tintinear de la campanilla que pendía de su carreta, anunciaba su gentil presencia que para nosotros era familiar después de las diez de la mañana.- Sus conos servidos con cucharas soperas sobre los barquillos tenían tres valores, el pequeño a cinco centavos, el grande a diez centavos y había un especial de a quince centavos que consistía en agregar dos cucharas más al de a diez centavos.- Los tambos los conservaba con hielo picado que se preservaba por muchas horas al rodearlos de bramante.
Egidio Santos a quien conocíamos por “Patachón” tenía como sitios favoritos para vender , el costado norte de la Iglesia La Merced porque en ese lugar esperaba a su clientela preferida, los alumnos del Central, al norte de la Plaza Central al borde del atrio de la Catedral (FOTO 1) para refrescar a los parroquianos que se apostaban al mediodía en las bancas del parque y en horas de la tarde en la cabecera norte del Puente Mallol porque en ese sitio suplía a los transeúntes que se desplazaban después de las horas de trabajo de y desde Tegucigalpa a Comayagüela.
El personaje de referencia, tenía tres hijos, dos varones y una hembra que le ayudaban a fabricar los helados y en algunas ocasiones a venderlos, pero al morir ninguno de ellos continuó con la tradición que sentó su progenitor en esas calles del ayer.
De esa misma época, “Quiñonez” un ciudadano salvadoreño, llegó a la capital y para hacerle frente a la vida se dedicó a vender raspados o minutas frente a la Plaza de La Merced (FOTO 2).- Los jarabes que preparaba de piña, frambuesas, de naranja y de otras frutas eran muy apetecidos por los peatones que a diario transitaban por el lugar y no digamos para los estudiantes del Instituto Central.- A Quiñónez le auxiliaba en las ventas una hija suya que gracias al trabajo de su padre la educó en el mismo colegio al que daba servicio, estudiando para obtener el título de Perito Mercantil y Contador Público.
Pero en la carreta de Quiñonez no sólo las minutas que vendía en cartuchos de papel parafinado eran su especialidad, Quiñónez preparaba unos refrescos de tamarindo, de guanábana, piña y mora que envasaba en botellitas y que él bautizó como “Quiñoscola” rico contenido que uno tomaba en el lugar porque el frasco se devolvía.- Cuando se dedicaba a promover con su chillona voz los refrescos de piña y mora, gritaba así : “Aquí está el fresco de piña para la niña y tenemos de mora para la señora”.- La “Quiñoscola” costaba cinco centavos o sea la mitad del valor que tenían en aquel entonces las colas de marca.
“Los Sándwiches de Basura” fueron otra de las especialidades de las calles capitalinas.- Doña Mélida y Doña Leonor Reyes, a quien apodaban “La Pelona”, los preparaban después de las cinco de la tarde y hasta la hora en que terminaba la última función del Cine Variedades.- Sus puestos estaban en la acera frente a la tienda de Don Salvador Shacher (FOTO 3) y consistían en hermosos panes blancos que partidos a lo largo por la mitad los humedecían con el caldo achotado en que se había cocinado la gallina, los rellenaban de esta carne con todo y los huesos, hojas de lechuga, tomate en rebanadas, remolacha, pepinillos, repollo picado, papa cocida en rodajas y otros ingredientes que le daban un toque tan especial que los hizo famosos en la capital.-
Muchos decían que el delicioso sabor del emparedado era producto del manoseo que hacían Doña Mélida y Doña Leonor de las monedas que recibían para depositarlas en sus blancos delantales y después procedían a elaborar los sándwiches solicitados que envolvían en pedazos de papel de estraza.- Doña Mélida tuvo el negocio desde 1932 a 1961 y Doña Leonor de 1935 a 1963- Tres generaciones comieron esos sándwiches, nuestros abuelos, padres y nosotros que todavía gracias a Dios estamos para hacer cuentos del pasado.
Un europeo que apareció en Tegucigalpa a finales de los años cuarenta y que conocíamos como “El Suizo” se dedicaba a vender en una batea unos deliciosos dulces acaramelados tipo melcocha que coronaba con cerezas, ciruelas pasas y otras pequeñas frutas.- “El Suizo” salía desde el sector de La Fuente (FOTO 4) y cruzaba toda la Calle Real de Comayagüela hasta El Obelisco vendiendo su sabroso producto.- A medida que su clientela crecía a su paso, aquel vendedor introdujo la variante de ofrecer unos pastelitos rellenos de jaleas de piña, fresa y membrillo.- La repostería de batea de “El Suizo” era parte de la vida cotidiana de la que para nosotros fue una época dorada de nuestra Tegucigalpa.
Para los fines de semana, era esperada la salida de Carmen Matamoros, una señora que joven estudió para ser maestra en la Escuela Normal de Señoritas, sobreviviente del accidente de 1929 en Sabanagrande en el que perecieron varias de sus compañeras normalistas.- Después de la tragedia automovilística ella no pudo superar el trauma lo que le impidió continuar con sus estudios pero se dedicó a elaborar nacatamales, enchiladas y tamalitos de elote que salía a vender en dos grandes ollas, una que acomodaba sobre su cabeza y la otra en una de sus manos.- Bajaba desde La Cabaña por un callejón de La Ronda (FOTO 5) gritando “Van los tamales y los tamalitos de elote” era su pregón para que de las casas salieran sus fieles compradores para obtener su rica producción.- Ella era de piel blanca, gordita y en sus mejillas siempre en forma natural aparecían sonrojadas chapas por lo que muchos la identificaban como “la chela”.- Si en su recorrido por las calles no vendía, terminaba en el Mercado Los Dolores (FOTO 6) donde ya en horas de la tarde no se encontraban ni las hojas de plátano y maíz.
CARIOCA, vaya recuerdo de este personaje que empezó a vender en las calles de Tegucigalpa enchiladas y “pastelitos de perro” en una batea.- Era gordo, su pronunciada barriga saltaba sobre la faja y no había camisa que le cerrara, pero era un incasable caminante que igual gritaba para llamar la atención de sus compradores.- Buscaba lugares apropiados como La Isla y otros campos deportivos donde sus pastelitos constituían la delicia para acompañar el evento que se escenificaba y en los años cincuenta en el Estadio Nacional (FOTO 7) en las graderías siempre andaba CARIOCA vendiendo sus famosos pastelitos en bolsitas de papel manila.
También en canastas de mimbre, uno encontraba por las mañanas por esas calles empedradas o adoquinadas a las vendedoras de flores que suplían de mazos de cartuchos, azucenas, claveles, rosas, lirios, gladiolos, jazmines, margaritas, varas de San José y otras que vendían también de casa en casa donde al tocar las puertas gritaban “Van las flores”.- La leche de vaca producida en los hatos de los Agurcia, los Midence y otros productores la vendían en carretones o de los tambos que cargaban a lomo de mula o burros que muy temprano recorrían las calles de los barrios capitalinos.
En carretas otros se dedicaban a la achinería, verdaderos vendedores ambulantes no como los de hoy que tienen condición de estacionarios y que ocupan calles y aceras convirtiendo a la ciudad en un gran mercado.- No podemos olvidar a “Chapaleta” y a un homosexual al que le decían “Maruca” (FOTO 8) que unas veces vendía en una batea pelotitas de pinol, tabletas para el chocolate, especies y en otras ocasiones salía a vender ganchos para el pelo, binchas, brasieres y bloomers, anunciando estos últimos de una manera muy peculiar que motivaba la risa de los transeúntes cuando decía a toda garganta y pulmón “Van los mantelitos para el pan”. Hasta la próxima semana.