Lo que no nos cuesta…

Héctor A. Martínez (Sociólogo)

De niños, si uno extraviaba o regalaba alguna pertenencia que nuestros padres nos habían comprado, estos solían reprocharnos con un proverbio bastante didáctico: “¡Claro: lo que no nos cuesta, hagámoslo fiesta!”. Y para que el peso de la conciencia fuese mayor, el reproche iba acompañado de otra admonición no menos recriminatoria: “Cuando trabajes te vas a dar cuenta de lo que cuesta hacer el dinero”. Y hasta que recibimos el primer salario nos dimos cuenta de la validez de aquellas palabras.

Quienes ignoran el costo y el valor del dinero son los políticos cuando llegan al poder. Antes de llegar a ocupar ciertos cargos en el Estado, la mayoría de los políticos eran individuos pobres o de clase media, que llegaban al fin de mes no sin ciertas dificultades presupuestarias. Cada peso ganado era cuidadosamente invertido, absteniéndose aquel político en ascenso de satisfacer ciertos gustillos que consideraba innecesarios: “hasta dónde nos alcanzaba la cobija”, suele recordar con cierta vergüenza y nostalgia aquellos tiempos de estrecheces.

Por algún capricho del devenir, las cosas cambian radicalmente: puesto en el poder, y retribuido con cierto nivel de responsabilidad en el manejo presupuestario, nuestro político distorsiona su concepción sobre la hacienda estatal y el valor del dinero que a él no le ha costado producir. Llega a creer, a pie juntillas, que los recursos son propiedad exclusiva del jefe máximo, y que solo el grupo cercano al trono imperial puede disponer del peculio nacional sin trabas de ninguna especie. Lo de dar cuentas a los entes fiscales -según la idiosincrasia de nuestros políticos- no son más que debilidades del sistema democrático: el poder es para hacer lo que a uno se le antoje, de lo contrario, ¿para qué estamos? Y la gente así lo acepta.

Si los políticos, agentes de ONG, y tecnócratas de organismos de desarrollo crediticio, pasaran un tiempo en una empresa privada, verían las cosas de otra manera. En un ambiente de esta naturaleza el dinero se cuida al extremo, no por tacañería, sino por el valor que tiene para crearlo: hay que facturar para recuperar lo invertido, y cumplirles a los empleados, proveedores e inversionistas. En otras palabras, hay que sabérselas jugar mensualmente, sobre todo cuando no se está posicionado en un mercado. Mi jefe, un hombre ducho en las finanzas, siempre me repetía que toda inversión, por mínima que fuera, debía justificarse financieramente: no existe inversión sin retorno, solía decir con gravedad. El presupuesto, diseñado para atender las necesidades del año fiscal, es vigilado constantemente por auditores internos y externos. Con cualquier metida de pata, vienen los inevitables reparos.

Cuando ignoramos el costo del dinero, nos convertimos en aquellos “cipotes” que despilfarran lo que tanto trabajo les ha costado a sus padres. Cuando el político ignora que tiene ante sus ojos el producto de aquellas faenas y luchas por mantenerse en el mercado; de aquellos embates fiscales; de aquellos tiempos de vacas flacas, comienza a disponer de los recursos de manera discrecional, amparado en la efectividad de repartir el “cash” sin miramientos.

Desde luego que, para justificar las “inversiones” -o el despilfarro- hay que echar mano de alguna estratagema ideológica que justifique las regalías legalizadas. No fueron nuestros políticos los que inventaron la llamada “inversión social”; ellos solo han perfeccionado las técnicas de las transferencias poniendo a prueba su inventiva. Los políticos, alcaldes, diputados son los “brockers” del sistema; ahí, en el sistema educativo y de salud, en la seguridad ciudadana, y en la mal llamada “equidad social” se encuentra el meollo del asunto; la justificación apoteósica de la dilapidación de fondos, y la entrada al nirvana del presupuesto nacional convertido en obras “benéficas”.

La depuración más refinada de hacer fiesta con lo que no les cuesta a los políticos, son las partidas especiales con doble propósito: que los pobres tengan un día de alegría, y conseguir los votos para las próximas lides electorales. Es cuestión de inversión, como decía mi jefe.