Héctor A. Martínez (Sociólogo)
Después de recorrer una o dos horas el campo de concentración de Auschwitz, la primera pregunta que uno se hace es la de cómo es posible que un sistema de gobierno -en este caso el nazi- pueda meterse en la vida de millones de personas, al grado de arrancarlos obligatoriamente de la patria que los vio nacer, y aniquilarlos atendiendo a un programa de destrucción masiva.
Si alguien cree que este abominable episodio de la historia no guarda parangón alguno con el éxodo forzoso de millones de personas que hoy en día se movilizan en busca de mejores horizontes -pensemos en América Latina-, está equivocado. A diferencia de aquellos tiempos de horror, los migrantes de hoy no son encadenados y metidos en un tren atendiendo a un listado de muerte; el impulso de movilización es totalmente diferente, pero la angustia existencial sigue siendo la misma. En “El hombre en busca de sentido”, de Viktor Frankl, podemos darnos cuenta del significado de abandonarlo todo, y de enfrentarnos a lo desconocido, incluso a la posibilidad de la muerte.
Todo ese horror fue el producto de la promesa hecha a los ciudadanos alemanes acerca de un nuevo amanecer. Setenta años después, el Estado sigue empecinado en ese afán constructivista de diseñar el futuro de las sociedades, para que los gobernados -la razón de ser del monstruo hobbesiano-, puedan vivir tranquilamente sin que ningún peligro pueda acecharlos, incluyendo la amenaza de un gobierno opresivo. Setenta años después, las políticas sociales y económicas se vinieron a pique como el mismo Titanic. Hoy en día, los náufragos de esta nave de la felicidad prometida recorren todos los ecosistemas posibles, desde la selva tropical, los mares y, finalmente, los desiertos, en busca de lo que precisamente dictan los fundamentos del Estado moderno: seguridad ciudadana, disponibilidad de recursos, libertades.
Ante la imposibilidad de cumplir con el cometido universal, y a pesar de que la engañifa del bienestar ya nadie se la cree, los gobiernos de los países más pobres se han visto en la obligación de acudir a otra estratagema tan fraudulenta como la misma necedad utópica del Estado de Bienestar: diseñar y construir una “nueva” sociedad. El anuncio posee varias etiquetas; unos le llaman “bolivarianismo”, otros “La nueva moral”, y más recientemente, en Guatemala, “La primavera”. Detrás de ello se pergeña una estrategia que no tiene nada que ver con la mitigación de las penas de los expulsados de su territorio, de cuya suerte, Bauman achaca al proceso de globalización y al neoliberalismo. Esas viñetas politiqueras siguen siendo las mejores excusas de los políticos amantes del estatismo en América Latina, cuando pretenden imponer gobiernos autoritarios y de larga vida.
La prensa, la academia, y los organismos internacionales de crédito suelen solapar las causas de la migración con sus efectos. No es la pobreza en sí la que propicia el destierro de los migrantes: es la incapacidad del Estado para armonizar sus políticas de desarrollo con el sector privado; en lugar de ello, de lo que estamos siendo testigos, es el fenómeno de un divorcio perverso que deja en el medio a millones de seres humanos. Por otro lado, están los límites a la producción que el sector privado se ha impuesto para sí. Ahí están los resultados: escasez, desempleo, destierros, y algarabía populista; en suma: oscuros nubarrones en lontananza.
Dejémonos de rodeos: esa mentira del desarrollo -que dista lejano-, es consciente e inocentemente compartida por los organismos de desarrollo, banqueros, empresarios, oenegés, y los mismos gringos. Es cierto que nadie puede prever lo que va a pasar en el futuro; no hay ciencia que detenga esta locura de la migración a partir del diseño de una nueva sociedad, pero hay cosas urgentes a las que debemos entrarle de inmediato, sin entelequias constructivistas: que el Estado deje de meterse en los asuntos destinados al sector privado, y que este se ponga a trabajar en llenar los vacíos de bienes y servicios, por hoy, inexistentes.