Rich Cohen
Cosecha de banano en Honduras a principios del siglo XX.
En la selva, luego de una fuerte lluvia, puedes oír a las matas de banano creciendo. Si eres un turista en las tierras bajas, es el sonido amenazante del final que se acerca, criaturas que se arrastran en el fondo de la laguna. Si eres un hombre de bananos caminando por tus campos al atardecer, es dinero.
Una mata de bananos, bajo condiciones óptimas, puede crecer cincuenta centímetros en veinticuatro horas. Pensarlo puede marearte: conjuntos de tallos y hojas monstruosas expandiéndose mientras dormimos, deseando, al parecer, tapar por completo las partes soleadas del mundo. Las cuales, por supuesto, hacen un cultivo ideal para un hombre de negocios. Nunca está fuera de temporada. Una sola planta puede fructificar hasta tres veces por año durante veinte o más años. Y para cuando el tallo finalmente colapsa, ya eres viejo y rico, desentierras el rizoma, lo haces pedazos, plantas cada uno de ellos, y los observas crecer. Así van a pasar otros veinte años.
El nombre científico de la planta Musa paradisiaca, la fruta del paraíso, lleva evidencia de una leyenda medieval –que fue el banano, no la manzana, la que la serpiente utilizó para tentar a Eva en el Jardín del Edén, una creencia que, considerando la forma del fruto y la naturaleza del falo masculino, tiene sentido. De acuerdo a otra leyenda, el banano era la fruta sagrada de Oriente, sustento de los sabios de la India, las cáscaras pudriéndose en pilas a un lado del árbol de bodi donde el Buda alcanza la iluminación, donde los hombres son liberados de la rueda del Samsara, donde los vaqueros del banano bajaron sus pistolas.
Esta noción –hombres despreocupados viviendo de bananos silvestres— viene, probablemente, de la percepción del fruto como el perfecto, producto de la selva con envoltura desechable hecha por Dios. Tienes hambre, estiras el brazo y tomas un bocado. De hecho, el fruto no comienza a madurar hasta que se arranca y no puede comerse de la mata sin empacharse. Aún en tiempos antiguos, quienes comían bananos tuvieron que cosecharlos, luego esperar que la cosecha madurara en chozas de palma, un sistema copiado por la United Fruit.
De acuerdo a los científicos, los bananos tienen su origen en las selvas del sureste de Asia, en las regiones deshabitadas de nuestro primer mundo. Tales selvas reúnen todas las condiciones que los bananos necesitan para prosperar –condiciones que se replican en cualquier parte del ecuador. Suelo arenoso conocido como limo, alta humedad, altas temperaturas, y al menos 450 cm de lluvia al año. Una helada erradicaría el cultivo por completo. Al catalogar el país nativo del banano, donde los frutos crecen silvestres, el antropólogo Herbert Spinden del Museo Peabody incluía “noreste de la India, Birmania, Camboya y partes del sur de China, así como las grandes islas de Sumatra, Java, Borneo, las Filipinas y Formosa.
Existen docenas de especies comestibles en el lejano Oriente, y docenas más que te causarían dolor o te podrían a dormir para siempre. Las mejores son el Cavendish, que es el consumimos hoy; el plátano macho, que tiene que cocinarse para saborearlo; George el Curioso.
La Gros Michel, o Gran Mike, el banano que forjó el comercio, era un híbrido creado en 1836 en una granja de Jamaica. Obra del botánico francés Jean Francois Pouyat, era apreciado por su sabor y durabilidad. Con cáscara gruesa y dilatado tiempo de maduración, el Gran Mike era fácil de embarcar –solo había que arrojar unos cuantos tallos a cubierta, levar anclas y zarpar.
Algunos hechos acerca de los bananos:
No es un árbol. Es una mata de tipo herbáceo muy alta. Alcanza, en perfectas condiciones, 10 metros, es la planta más grande del mundo que no cuenta con un tronco leñoso. Su tallo en realidad consiste de frondas de banano, grandes, gruesas como orejas de elefante, enrolladas como un fajo de billetes de dólar. A medida que la planta crece, el tallo se desenrolla, revelando nuevas frondas, tiernas al principio, rugosas al final. La fruta aparece al final del ciclo, crece a partir de un tallo que se dobla hacia la tierra bajo su propio peso. Debido a que la planta es herbácea, no un árbol, el banano se clasifica propiamente como una baya. La planta crece a partir de un rizoma, el cual, a la manera de las papas, no tiene raíces. Es desproporcionadamente pesado y puede caer, tal como en algunos campos a veces pasa, debido a fuertes vendavales. Aunque tales plantas pueden crecer en todo el mundo –yo cultivé una en Connecticut por un tiempo— lo harán, con dos excepciones, sólo producen fruto en los trópicos. Islandia e Israel son las dos excepciones: Islandia porque las siembre en las faldas de un volcán; Israel por razones que siguen siendo un misterio. Varios intentos de cultivar comercialmente los bananos en la porción continental de los Estados Unidos –California, Luisiana, Mississippi, sur de Florida —han fracasado. La mata produce una flor roja, una delicada cosa sangrienta, pocos días antes de fructificar.
La gran fuerza del banano como cultivo es también su debilidad: no crece de una semilla sino de un corte. Cuando el rizoma se parte en pedazos y se plantan, cada uno produce una mata. De hecho, las semillas del banano son apenas perceptibles, pero trate de sembrarlas y observe qué pasa. Nada. El tiempo y la evolución han hecho a esos puntos negros tan inútiles como tu apéndice. Esto significa un tremendo ahorro en semilla y el transporte la semilla y todo lo demás, pero también significa que cada fruto es un clon, una réplica genética de otros de su especie. Lo que implica una buena uniformidad corporativa que también encierra un terrible peligro, si un parásito o una enfermedad muta y mata a un banano, eventualmente matará a todos los miembros de esa especie. Eso fue lo que ocurrió con el Gran Mike y está pasando ahora con el Cavendish.
El banano se movió hacia el Occidente despacio, de región a región, a través de los siglos. Los rizomas fueron acarreados por comerciantes musulmanes, quienes los obtuvieron de proveedores del lejano Oriente. La primera referencia árabe apareció en los escritos del poeta Mas´udi, quien, en 956 DC, expresó su amor por un plato llamado kataif –almendras, miel, aceite de nuez, banano— popular en Damasco, Constantinopla y El Cairo. Para 1050, los bananos habían llegado a África Occidental. (La palabra “banano” se dice es de origen africano). En el siglo XV, los bananos se llevaron a las Islas Canarias, poco después aventureros castellanos las llevaron y con ellas colonizaron España. En 1516, el fraile Tomás Berlanga llevó bananos al Nuevo Mudo –dos rizomas— que plantó en Santo Domingo porque, dijo, su jardín necesitaba variedad. En los primeros años del comercio moderno de bananos, toda la fruta en las Américas descendía de esos dos rizomas.
De acuerdo con Gonzalo Fernández de Oviedo, quien escribió la historia temprana del Nuevo Mundo –tenía 14 años cuando Colón zarpó- el fraile Berlanga regalaba cortes de rizoma a quienquiera que visitara Santo Domingo, animándolos a plantar bananos por toda la región. En una generación, las frondas de banano proyectaban sombra en todas las islas del Caribe. “Además fueron llevadas al continente” escribió Fernández, “y han florecido en cada puerto”. Cuando Berlanga fue nombrado obispo de Panamá, llevó rizomas consigo, así fue como los bananos fueron introducidos al istmo.
Durante los primeros 350 años de su vida en América, los bananos se consumieron localmente, por lo general hasta un kilómetro y medio de donde habían nacido. El fruto era delicioso, pero la nación de que pudiera exportarse, cosecharse del mismo modo que los granos de café, era inimaginable. Hubo embarques ocasionales, fenómenos que ocurrieron demasiado temprano. Un tallo fue llevado hasta el muelle de Salem, Massachusetts, en 1609, por ejemplo –los primeros bananos en llegar a las colonias británicas. Pero para la mayor parte, las tierras con bananos estaban demasiado lejos para el comercio con Norteamérica. Aún después, cuando unos pocos tallos lo materializaron, la fruta fue vista como un curioso lujo –lo opuesto al lugar que tuvo en el sur. De acuerdo con Charles Morrow Wilson, autor de Imperio en Verde y Oro, “Quizá ni siquiera uno de cada diez mil norteamericanos había visto o probado un banano en 1870”. Ya en 1876, se exhibieron bananos en la Exposición Mundial en Filadelfia en forma de un Pegaso alado.
Muchos historiadores hacen referencia a esa exposición como el momento en que los bananos se introdujeron a los Estados Unidos. Se cotizaba por rebanada, cada una envuelta en papel aluminio, a diez centavos una porción.
Cuando el poder del vapor se hizo realidad, los comerciantes finalmente reconocieron que los bananos eran producto comercial.
Así aparecieron los primeros bananeros, pioneros que se movieron a los somnolientos puertos de Centro América en los 1850s. Puerto Limón en Costa Rica, Puerto Cortés en Honduras. Llegaron de la misma forma que los conquistadores españoles, buscando establecerse como propietarios, miembros de una clase social que no tendrían en su tierra natal. Recordaban a las figuras de las historias del Oeste escritos por Owen Wister: hombres que habían dejado todo, habían huido, incansables, requeridos. En fotografías, lucían como forajidos con sombreros de paja, pistola al cinto. La mayoría llegó con ropas inadecuadas, desembarcando con abrigos de lana, el sudor perleando en sus frentes. Algunos trabajaban como comerciantes, trocando aves tropicales, artesanías, granos de café. Estos hombres, muchos de los cuales abrieron almacenes, fueron los primeros norteamericanos en negociar con bananos: los compraban a campesinos que cultivaban una docena de tallos al lado de una cabaña, lo vendían a un capitán de barco, quien, mirándolos, decía: “Trataré de colocarlos”. Estaban los hermanos Melhado, quienes abrieron una tienda en Trujillo, Honduras en 1854, y continuaron vendiendo bananos junto con ganado, caoba y caucho hasta 1926. Muchas de las compañías originales eran socios ad hoc entre comerciantes como los Melhado y los capitanes en busca de lastre. Los nombres de las primeras firmas se leían como clasificaciones latinas de especies difuntas, evidencia de antigua creación: The Blue Fields Supply & Steam, The Limon Ocean Fitters. Era un comercio de inmigrantes desde el principio –había algo de descuido en ello. Si eras padre de una niña, y esa niña traía un niño a casa, y el niño decía que trabajaba en lo del banano, tu y tu hija tendrían una plática.
El primer verdadero comerciante de bananos fue Carl Augustus Frank, un inmigrante alemán que vivió cerca del puerto de Nueva York. En los 1860s, Frank era un asistente en un barco de correos del Pacífico. El preparaba manifiestos, se reunía con los agentes en los muelles, negociaba con la policía local, manejaba el correo y hacía tratos con comerciantes que rentaban espacio para carga. En un viaje en 1865 o por ahí, alcanzó a ver bananos creciendo justo al lado de las vías de algunos trenes. Frank, quien jamás había visto un banano, examino la fruta, luego compró un racimo a un minorista en Aspinwall, Colombia. Transportar ese racimo fue un negocio secundario. Frank lo introdujo a hurtadillas tal como introduciría a un polizón. A los once días llegó a Nueva York, una travesía asombrosamente corta. La mayoría de los bananos aun estaban verdes y podían venderse como de primera. Frank obtuvo un cien por ciento de ganancia en su inversión.
Muchas firmas de bananos habían tenido una historia de creación que reflejaba la de Carl Frank, algún agente de embarques o capitán que se topó con la extraña fruta en el Caribe, compró un tallo por casi nada, obtuvo un viento favorable, que es el aliento de Dios, que lo devolvió a casa en tiempo record, los bananos llegaron aun verdes y, como resultado una enorme ganancia. Los bananeros, los pioneros, pasarían el resto de sus carreras tratando de recapturar el estremecimiento de la primera vez.
En 1867, Frank abrió una tienda como importador de bananos a tiempo completo. Su oficina quedaba en el 229 de la calle Fulton. Dos escritorios, un buzón, mapas, itinerarios de barcos, una fachada que pretendía una industria muy próspera. Ese Nueva York –el Nueva York de estibadores y marineros, de un centavo por noche de suertes con monedas y gotas de láudano— se ha ido, demolido, reconstruido, olvidado. El negocio de los bananos, en otras palabras, tuvo sus comienzos en tierra desvanecida, donde las chimeneas de los barcos de vapor eran los objetos más altos en el horizonte citadino. A Frank se le unió su hermano Otto. Él se quedaba en la calle Fulton mientras Carl viajaba al istmo, buscando gangas. Los Frank rentaron tierra en Panamá, donde plantaron sus propios rizomas, la integración vertical aun entonces era el sueño del bananero. Rentaron espacio en los barcos del correo y contrataron con dueños de almacenes y comerciantes en Nueva York. En un año, los hermanos estaban vendiendo tantos bananos como podían embarcar.
Los Frank fueron imitados en el comercio por docenas de importadores, muchos de ellos trabajando en puertos del sur de USA. Muchos no sobrevivieron más de una o dos temporadas. En esos viejos días, cada firma operaba de la misma básica manera. Un agente de compañía llegaba a un puerto de país bananero. Si había arreglado un negocio con algún productor de antemano, lo iba a encontrar en finquero con tallos; si no, recorrería el campo, pegando afiches para invitar a los granjeros a reunirse con él llevando sus bananos. En honduras, la mayoría de los primeros productores eran sicilianos que llegaron en la misma oleada que inundó los Estados Unidos en los 1880s. El agente de la compañía inspeccionaba cada racimo, seleccionando y rechazando, luego llevaba la carga a los dueños de barco locales, cargadores, que llevaban los bananos en balsas hacia un vapor que esperaba en aguas profundas más allá del arrecife.
Para 1880, el comercio florecía, con docenas de compañías operando desde y hacia la costa del Atlántico de los Estados Unidos. Las casas comerciales estaban llenas de bananeros. En Nueva York, los dirigentes de la industria se reunían en la Casa Hoffman en la Plaza Madison. Esos fueron los hombres que crearon el primer mercado para los bananos, que eran todavía muy caros, pero se abarataban todo el tiempo. En la era industrial, cuando la comida se colocaba en austeras pilas en los almacenes generales, los bananeros vendían su producto como una maravilla natural, el más higiénico de los alimentos, con una cáscara a prueba de gérmenes. Fueron estos hombres los que decidieron que la fruta no debería promocionarse como un manjar para los ricos, sino como un insumo para los pobres. De ahí los esfuerzos para bajar el precio. De ahí el esfuerzo por resistir todos los impuestos y regalías que demandaban las naciones ístmicas. En los últimos años del siglo XIX, la venta de bananos se duplicó una y otra vez. Un día nadie podía identificar el fruto amarillo, al día siguiente eran más populares que las manzanas. En 1898, Scientific American instruía a los lectores en como consumir bananos de la mejor manera: “La fruta se pela haciendo ranuras longitudinales en la cáscara y rotando la fruta con la mano”.
Como la mayoría de los auges, no podía durar. No porque hubiera algo malo con el producto: los bananos eran perfectos. No porque hubiera escasa demanda: el público amó los bananos desde el principio –el norteamericano promedio hoy consume setenta al año. Sino porque el suministro era incierto. Los bananos, como se ha dicho, es altamente vulnerable a los vendavales, frio, calor, lluvia, falta de lluvia, inundaciones, enfermedades. La mayoría de las firmas obtenían su fruta de una sola granja o valle, incrementando en gran medida su vulnerabilidad. El suministro completo de muchos primeros comerciantes podía desaparecer debido a una mala tormenta. Esto se hizo penosamente claro en 1899, el Año Sin Bananos. Había habido una ola de calor, una inundación, una sequía, un huracán. Las reservas de mercado se agotaron, los carretones permanecieron vacíos. Docenas de firmas se vinieron abajo. Fue como un desastre natural que borra a todas menos a unas pocas especies imposibles de eliminar. El puñado que sobrevivió, emergió más listo, habiendo aprendido lecciones básicas que habrían de dictar como el negocio se organizaría en el futuro:
1. Hazte grande. Una compañía bananera necesita ser lo suficientemente gorda, con suficiente capital de reserva, para sortear los fenómenos que ocurran, como un terremoto o un huracán.
2. Crece por ti misma. Una compañía bananera necesita sus propios campos, de modo que pueda controlar la siembra y la cosecha, evitando así competencia ruinosa en el evento de una temporada baja.
3. Diversifícate. Una compañía bananera necesita plantaciones salteadas sobre vastos terrenos, tallos creciendo en países lejanos, de modo que, si un desastre borra un cultivo de una región en particular, no destruya el suministro total de la firma.
Si estudias estas lecciones, entenderás el desarrollo del negocio bananero, cómo creció a partir de postas comerciales de mamá y papá hasta ser un gigante todopoderoso.
De ciertas maneras, Sam Zemurray era alguien sin precedente. El olfateador, el buhonero, el trabajador frutero en los muelles. Llegó de ninguna parte a crear no solo una fortuna sino un arquetipo; era el gringo platónico. Parecía esforzarse por el bien del esfuerzo, para rápidamente demostrar que se podía hacer. Blandiendo su machete bajo el sol candente, con el rostro bañado en sudor. Lo veías tan terco como su mula blanca, en la puerta de la cantina, su voz tan carrasposa como la de Wiliam Holden en La Pandilla Salvaje, diciendo: “Si estás del lado de un hombre, permanece al lado de ese hombre, o no eres mejor que un maldito animal”.
¿Había ahí un precursor?
Por supuesto que lo había. (El mundo es una mera sucesión de fortunas hechas y perdidas, lecciones aprendidas y olvidadas, y aprendidas de nuevo). En verdad, Zemurray estaba siguiendo la senda abierta por tres hombres que se habían aventurado dentro de la jungla una generación antes. Aquí hablo de los titanes que construyeron la más grande compañía bananera del mundo: United Fruit, El Pulpo, el Octopus, maldito aun ahora, décadas después de que su imperio colapsó en el sur.
Toda historia necesita un villano.
(Fuente: Rich Cohen, El Pez que se Comió a la Ballena)