Minorías arribistas: de Keynes a Forbes

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

Normalmente se ha creído que los partidos políticos alrededor del mundo nutren sus filas con miembros salidos de la clase media. Sin embargo, la cuestión va más allá de la procedencia de clase social, pues el hecho de encerrar a las personas en cajas taxonómicas según su ingreso no resulta suficiente para explicar el fenómeno de la degradación en la que han caído, no solo los partidos de corte conservador y liberal, sino también los que se nombran a sí mismos como portadores de una nueva moral política.

Por otro lado, ¿es esta degradación el producto de una descomposición moral de los individuos que entran al ruedo político, o se pervierten una vez que entran a formar parte de la plantilla del partido? ¿Qué es lo que obliga a un individuo a torcer sus ideales y a convertirse en una caja de resonancia de un discurso vacuo y sin sentido, deformando aquellos principios de solidaridad y de compromiso social por los cuales juró un día luchar hasta la muerte?

Si examináramos de cerca las motivaciones que alientan a ciertas personas a militar en un partido, podríamos encontrar dos tipos de políticos. En principio, están aquellos que pretenden encontrar espacios para que sus ideales de justicia puedan hacerse realidad. Este sentimiento de rebeldía juvenil desaparece con la madurez, pero reaparece en los discursos de campaña, y en la verbosidad de los funcionarios del Estado. En otro lado encontramos a los que buscan huir del barrio marginal para poner fin a esas estrecheces materiales que le provocaron una serie de traumas a su personalidad, y que solo un remanso ideológico -en este caso el partido- puede calmar. Pasar de pedir crédito en una pulpería, a movilizarse en coches de lujo con guardaespaldas cambia radicalmente la visión filantrópica, pero reactiva el espíritu “entrepreneurship”, que tanto resalta la revista Forbes. Ese salto cualitativo confirma, desde luego, el credo progresista de una vida mejor: el derecho de todos a progresar. Y progresismo no es sinónimo de “ser de izquierdas”: todos tratan de alcanzar el último nivel de la pirámide de las necesidades, es decir, la añorada autorrealización de la que hablaba Maslow.

A partir de esas ambiciones personales -honorable la primera, deleznable la segunda-, uno puede entender el estado calamitoso de la política, la descomposición doctrinaria, y las grietas morales que están pulverizando el sistema social en casi todos los países de América Latina. Pero ese antecedente es apenas una visión parcial. Cuando los políticos vieron que hacer negocios a costa del Estado resultaba bastante lucrativo, tanto en términos de ingresos personales, cuanto más, de prestigio profesional, comenzaron a desmontar la estructura política, social y económica del sistema -basada en el Estado de Bienestar keynesiano-, sustituyéndola por una maquinaria de favores exclusivamente destinada a una minoría de arribistas en la que se incluye también, a líderes gremiales y comunitarios, “haters”, activistas pega-afiches, y muchos etcéteras más.

Los “output” de ese sistema ya no son las demandas de los sectores sociales, sino las necesidades del grupo en el poder, muy a pesar de Keynes y de Marx. Y esto es así, porque la escasez de los recursos impide cada vez más que la teoría se conjugue con la praxis. Chávez y Maduro pretendieron repartir equitativamente los dividendos del petróleo entre el poder “popular”, pero pronto se dieron cuenta que eso era empresa imposible, y se concentraron en el verdadero poder, el del grupo. Otros prefirieron hacer negocios con constructoras globales; el crimen organizado, y así, sucesivamente.

¿Hay alguna esperanza de cambiar esta infamia de la política latinoamericana, y colocar a los mejores, tal como pretendía Platón? ¡Quién sabe! Ojalá que la famosa dialéctica haga su trabajo ineludible: el que un día lleguen hombres y mujeres de abolengo moral, que no se preocupen tanto por aparecer -junto a Carlos Slim- entre los 500 de Forbes, y se concentren en las verdaderas demandas populares.