Por: Julio Raudales*
¿Cuál es el papel de las instituciones en el orden público? ¿Por qué razón debemos obedecer las leyes si probablemente nunca participamos en su elaboración y nadie nos preguntó si estamos de acuerdo con ellas?, ¿vale la pena pagar tributos a un Estado al que confiamos nuestra seguridad y convivencia, sin saber si los gendarmes de este Estado no se están aprovechando de nosotros para vivir de nuestro trabajo?
Es evidente que el diseño social basado en la división de poderes y la democracia ha funcionado bien en algunos casos y ha sido un fracaso en otros. Los arreglos que soñaron John Locke, Thomas Hobbes, Montesquieu y otros, lograron que, en el mundo, la pobreza se haya reducido de 92% de la población en 1820, al 30% en 2015, que haya muchísimo menos enfermedades, gente más educada, con mejor calidad de vida y conectada prácticamente en su totalidad.
Pero las diferencias aún son abismales: de los 194 países que hay en el planeta, menos de 40 tienen asegurado el bienestar para su ciudadanía; solo un 23% tiene una esperanza de vida superior a los 80 años y apenas una quinta parte de la población mundial disfruta plenamente de libertad, seguridad y buena educación y salud. Si consideramos que la ciencia y el conocimiento son bienes públicos, que pueden ser transferidos a todas y todos, ¿por qué hay tanta gente que vive en condiciones miserables y sumidas en el terror?
En Honduras, por ejemplo, existen las mismas instituciones que en la mayoría del mundo occidental: una constitución que declara la soberanía del pueblo y la existencia de poderes sujetos a dicha soberanía, esto implica que el Presidente y su gabinete, son empleados cuyo sueldo depende de su obediencia a las leyes, que el Congreso Nacional representa a esa ciudadanía y sus diputados actúan en consecuencia con su mandato, que los jueces del Poder Judicial son independientes y sus fallos deben apegarse a la letra y espíritu de las leyes.
Cada vez que leo esa constitución, me dan ganas de vivir en el país ahí descrito. Probablemente ese texto pudiera ser diferente y mejor; quizás es tiempo de cambiarlo, pero pienso que si al menos en los últimos 40 años, los ciudadanos que han ocupado cargos de relevancia en el Estado hondureño hubiesen puesto su empeño en apegarse a sus preceptos, tendríamos un país bastante más vivible que el que estamos heredando a nuestros hijos.
¿Cuál es el problema? ¿Por qué si tratamos de ajustarnos a un modelo que debería funcionar bien, no vivimos bien? Hay una razónn que cataliza y multiplica una gran cantidad de limitantes y taras que impiden el desarrollo de nuestra sociedad: se le puede llamar “significancia” para recordar al último título del escritor checo ya fallecido Milan Kundera, “La fiesta de la insignificancia”.
Se puede pensar, por ejemplo, en una boda a la que nos invitan, y resulta que, en vez de agasajar a los novios, son los empleados del local quienes se convierten en el epicentro. Ellos se comen el pastel, llevan a su casa la comida, pagan, con el dinero de los novios sus caprichos y los de sus hijos. ¿Quién aceptaría un trato así?
Seguro que, en algún momento de la historia, los hondureños fuimos secuestrados por personas inescrupulosas que, lejos de sujetar sus acciones públicas al mandato de las leyes, las vulgarizan y utilizan para saciar sus apetitos propios, lo cual no sería condenable, de nos ser por el hecho de que ellos mismos, de forma consciente, quisieron ser servidores públicos.
La mesa está servida de nuevo. En pocos meses iniciará, con la convocatoria a elecciones primarias, una fiesta que hoy luce empapada de descreimiento y antiética. “El significado” es un Estado en el cual ya casi nadie cree y al que muchas y muchos quisieran abandonar; “los significantes” son políticos, cada vez más descarados y cínicos, dispuestos a volver a jugarse una partida en la que la gente no cuenta. “Los insignificantes” deambulan por allí, son testigos de la maledicencia y la putrefacción que reina en una fiesta a la cual nadie quiere asistir.
Pero algo cambiará mas temprano que tarde. En las catacumbas cada vez más concurridas por jóvenes inquietos e inteligentes, está germinando la semilla de un cambio que arrasará con los estigmas del pasado, nos pondrá a tono con las instituciones e impulsará una nueva fiesta, esa en la que la ciudadanía activa impondrá su mando.
*Rector de la Universidad José Cecilio del Valle.