Héctor A. Martínez (Sociólogo)
¿Se ha puesto a pensar cuántos años provechosos y de alegrías nos perdimos en la infancia y juventud por permanecer encerrados en un aula escolar, recibiendo información que ha sido de poca utilidad en nuestras vidas? Hace tiempos que lo pienso. Es una reflexión que me asaltó en tiempos de pandemia, y que encontró soporte en los escritos de un economista de mucho prestigio llamado Murray Newton Rothbard, un pensador libertario, perteneciente a la llamada Escuela Austriaca de Economía.
Rothbard critica el sistema escolar norteamericano por obligar a los jóvenes a obtener certificados tras doce años enclaustrados en las aulas de primaria y secundaria. Sus conclusiones -que abarcan a todos los sistemas educativos del mundo-, señalan que la escuela se ha convertido en el centro de los problemas sociales por causa de que a ella llegan niños y adolescentes que no quieren recibir una educación formal, precisamente porque no tienen el deseo ni las habilidades para seguir disciplinadamente los programas escolares. En resumidas cuentas, no todos los “cipotes” son aptos para llegar a la cúspide de la pirámide educativa, es decir, hasta obtener un grado universitario. Entonces, ¿por qué obligarlos a convertirse en los seres que no desean ser?
Si uno lo piensa bien, ¿cuántos de aquellos condiscípulos de nuestra escuela pasaron al nivel de secundaria, y cuántos de estos se matricularon en la universidad hasta lograr graduarse en alguna especialidad? Desde luego que las biografías de cada uno están llenas de historias donde los más capaces llegaron hasta el final de la meta, y los menos competentes se fueron rezagando en el camino de la vida.
Sí, sí, ya lo sabemos: estamos impregnados de aquellos estereotipos como el que reza, “La educación influye en el avance de las sociedades”, que nos induce a creer que la obligatoriedad es indispensable para alcanzar mejores destinos para la sociedad, pero es como decía Sigfried Bernfeld en “El mito de Sísifo”: “El niño es un ser para educar, inteligente o estúpido, pero siempre a educar”. Por ello Rothbard hace una distinción clara en su obra “Hacia una nueva libertad” entre “educar” e “instruir”; es decir, la educación es un proceso que dura toda la vida, pero la instrucción se limita a la rigidez del sistema escolar.
Entonces, ¿por qué la educación se volvió rígidamente obligatoria, y quién decidió que fuera el Estado el encargado de monopolizar la tarea de instruir a todos por igual, bajo el esquema mental de que solo de esta manera sería posible alcanzar el progreso. Desde Bernfeld hasta Louis Althusser con su teoría electrizante de los “aparatos ideológicos del Estado”, casi todos los teóricos se han puesto de acuerdo en señalar que los sistemas educativos responden a los intereses del poder político y económico; la obligatoriedad de la homogenización tiene doble propósito: generar ciudadanos que piensen como el establishment quiere que piensen, a la par que encumbra al Estado a monopolizar la instrucción pública, para encarrilar esas consciencias desde el kínder hasta llegar a la universidad. En el remedo de Estado de Bienestar, la justificación ideológica legitima la llamada “inversión social”, generando grandes costos de mantenimiento y salarios, mientras los frutos del sistema son poco menos que efectivos. Entrado el siglo XXI seguimos esperando por esos frutos.
A causa de todo este desbarajuste, la privatización educativa va ganando terreno precisamente porque en la libre elección de un mercado escolar, los padres de familia pueden optar por una educación laica, religiosa, política o mercantil, como quieran. ¿No es esta la base de la libertad que tanto hemos pregonado? Ante tanta diversidad del mundo -como cree Rothbard-, la burocracia educacional no encuentra la manera de armonizar los intereses múltiples que exige una buena instrucción; y por eso los funcionarios se ven obligados a estandarizar e imponer los parámetros educativos, mientras los deseos de las familias van por otro camino. Y con la imposición, según Rothbard, se borra toda independencia de elección; se borra la libertad misma.