Por: Segisfredo Infante
La Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos y la Academia de Ciencias de la Unión Soviética, en el curso de 1971 (hace cincuenta y dos años), realizaron un evento científico interdisciplinario en un observatorio de astrofísica de la vieja Armenia Soviética, frente a las cumbres del simbólico Monte Ararat. Podría sugerirse que en aquel punto se reunió la crema y nata de la comunidad científica internacional, con individuos de diversas disciplinas y naciones, agregando filósofos, historiadores, matemáticos y antropólogos físicos que conocían las posibles raíces del “Homo Sapiens” en el desfiladero de Olduvai, en el sureste de África.
Es harto curioso que tal evento científico de clase mundial se haya verificado, sin ningún prejuicio, en medio de la pavorosa “Guerra Fría”, y en las más difíciles circunstancias de la guerra regional en Indochina. Esto significa, entre muchas otras cosas, que entre los científicos y las llamadas personas “cultas”, se pueden entablar diálogos pacíficos constructivos al margen de las poderosas diferencias entre sus países de origen; o amén de las contrariedades ideológicas de turno. Lo cual se traduce como un opaco signo de “Esperanza” real, a pesar de las conflictividades antagónicas, en tanto que es posible “conseguir una comunicación inteligible, entre inteligencias terrenales”.
Los científicos, bajo la coordinación general del ya fallecido Mr. Carl Sagan (funcionario posterior de la NASA), publicaron una serie de actas consensuadas bajo el formato mercadológico de “Comunicación con inteligencias extraterrestres”. En verdad este había sido el tema originario, es decir el proyecto “CETI”, que provocó la magna reunión de varias academias. Pero cuando leemos detenidamente las actas resultantes de tales reuniones, caemos en la cuenta que, la verdadera discusión de fondo ahondaba en la posibilidad y en la probabilidad subjetiva que surgiera la vida en cualquier rincón del Universo, incluyendo el planeta Tierra, y que tal fenómeno evolucionara hacia la inteligencia del “Homo Sapiens Sapiens”.
Carl Sagan, morigerando su conocido ateísmo, propuso a la comunidad científica en aquel entonces reunida, que la probabilidad químico-matemática de que surgiera la vida era de “un diez elevado a la menos ciento treinta”, es decir, unos ciento treinta ceros (más uno) en fracciones decimales. Lo que condujo a la vez a que se percibiera la aparición de la vida en el Universo como una especie de “milagro”. Sin discurrir, en este punto específico, sobre el singular surgimiento y desarrollo de la inteligencia racional humana, estudiada por los filósofos clásicos. Empero, aquellos científicos cautelosos nunca descartaron, por otro lado, la remotísima posibilidad de la existencia de alienígenas con otras civilizaciones en tres niveles escalonados. Me imagino que de tal publicación, en 1973, derivó la película “Encuentros cercanos del tercer tipo” en 1977, que vino a distorsionar el contenido de las conferencias en Armenia.
Mensurando los postulados probabilísticos de las ciencias duras y puras, de la filosofía axiológica, la historia y la teología, podemos y debemos concluir que la vida de un solo ser humano es cien mil veces más valiosa que el oro y la plata que se custodia en los bancos poderosos; o que se esconde en las entrañas del subsuelo. En consecuencia, la vida racional de los individuos y de los pueblos es más preciosa que los diamantes africanos, y por tal razón debiera ser resguardada, así como se custodian las bellísimas flores transitorias del cerezo en aquellos países de cultura milenaria.
Digo todo esto en tanto en cuanto coexistimos en una época terrible en donde el respeto a la vida humana anda por los suelos. No hay equilibrio racional entre los intereses de los individuos y las agrupaciones masivas. A veces pareciera que la “Razón” racional ha desaparecido de la faz de la Tierra. A mi modo de ver las mayorías deben dignificar a las minorías y, a su vez, las minorías deben respetar a las mayorías, en tanto que todos somos seres humanos, amén de los colores de la piel, los intereses inmediatistas y las diferencias perdurables o transitorias de credos o de pensamientos. Al principio y al final pertenecemos a la misma especie del “Homo Sapiens”, con nuestras claras virtudes y nuestros defectos obtusos, que todos padecemos sin excepción alguna.
Han resultado inconcebibles, en el pasado siglo veinte y en los comienzos del siglo veintiuno, las masacres lugareñas, las vendettas horrendas y las guerras regionales asoladoras y mezquinas, que hunden a los individuos y a los pueblos en la más triste desolación, como lo hemos constatado en estos últimos años. Que la luz de la razón, la sobriedad y la fraternidad concreta, ilumine nuestros sinuosos caminos de precariedad intercontinental. Y que los dirigentes observen, con mirada abarcadora, más allá de sus horizontes presentitas, colocando sus manos piadosas sobre sus corazones.