**Héctor A. Martínez (Sociólogo)
Aunque la palabra “liderazgo” está muy de moda hoy en día, la verdad es que casi nadie sabe lo que es exactamente un líder. El término ha sido machacado hasta la saciedad por las escuelas de negocios, y las empresas mismas, en el afán de formar “managers” que empujen a la gente a ser más productiva utilizando menos recursos. Y eso está bien. Fuera del ámbito laboral, a ningún empresario le interesa si el líder de la fábrica o de la oficina se convierta en un modelo por seguir en el vecindario, o en su comunidad.
En el mundillo de la política, por el contrario, hace muchas décadas que Latinoamérica no experimenta la presencia fulgurante de un líder inspirador como Lázaro Cárdenas o Juan Domingo Perón. Los que tenemos son el producto de la imposición de los partidos políticos y las élites económicas; diseños mediáticos o remedos del populismo de antaño; prefabricaciones artificiales con poca visión sobre lo que es urgente e importante para una nación.
Los buenos líderes políticos tienen claro el camino del bienestar social; saben que el progreso significa que las opciones que se le presentan a la gente se traducen en beneficios y utilidades individuales; que el éxito se mide cuando cada padre de familia, estudiante o empresario tiene a disposición los medios institucionales para alcanzar sus objetivos personales. Luhmann llama a esto “libertad de elección”, que es una facultad inexistente en los países donde prima el autoritarismo y la corrupción, dos condiciones que nos mantienen en el atraso económico y en la indigencia material.
Pero hay que aclarar las cosas: un líder, además de proyectar seguridad en su oficio, debe saber cuándo tomar las decisiones correctas. Algunas no requieren consensos, otras sí. Hay situaciones que no necesitan de edictos especiales. Una orden o una instrucción no se someten a consideraciones más que con su equipo más cercano. Combatir la delincuencia es una orden que los cuerpos policiales deben cumplir al pie de la letra. Aumentar la riqueza y el empleo se consensa con los empresarios y los agentes especializados en la promoción de las inversiones. Si los resultados no son los que los ciudadanos esperaban, entonces la gente comienza a dudar de la capacidad del líder. Cuando las decisiones son correctas, y los beneficios abarcan a la mayoría poblacional, entonces la popularidad se va para arriba. Nayib Bukele lo sabe muy bien.
Además, hay otro gran problema que proviene desde el siglo XX: el creer que la persona, el líder en este caso, es el poseedor de la verdad. De ahí la larga tradición latinoamericana del populismo, que no es otra cosa que la afirmación personalizada del líder como el elemento más importante de la agenda de un gobierno. Los falsos líderes tienden a machacar su nombre reiteradamente, invirtiendo grandes sumas en espacios publicitarios, anunciando el fin de la miseria y la corrupción. Son los mismos problemas que los foros televisados y radiales abordan todos los días, contribuyendo sin saberlo, a la retórica del poder. De todas maneras, nada de eso importa si el “rating” se eleva, y los patrocinadores aumentan sus pautas publicitarias.
El gran problema de América Latina es que la mayoría de los líderes políticos mienten en demasía porque ignoran cómo alcanzar el progreso económico. Cuando eso sucede, entonces acuden al personalismo, a las consignas mediatizadas, y a crear caos y confusión para desviar la atención de los problemas: se echa mano de la imposición, la unilateralidad política, y los escándalos, a falta de consensos. Los autoritarismos son el reverso de los buenos liderazgos.
Pero no debemos perder las esperanzas. Las sociedades latinoamericanas están llenas de hombres y mujeres honrados que un día formarán parte de la política, y tomarán al toro por los cuernos para echar a andar la rueda del progreso. Pero hay que saber distinguirlos para llevarlos al podio desde donde un día gobernarán con sabiduría y eficacia.