Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)
Cámaras de seguridad, guardias privados, colonias con circuito cerrado, y calles con restricciones de acceso, forman parte del paisaje urbano hondureño de hoy en día. Nada de eso existía cuando éramos niños o jóvenes. Es decir, todo cambió en nuestras ciudades cuando la población comenzó a aumentar, a causa del crecimiento vegetativo y a la incontinente migración. El crecimiento desmedido, suelen decir los consultores de las Naciones Unidas, tiene un efecto negativo sobre la calidad y extensión de los servicios básicos. Y cuando el Estado y el mercado son incapaces de ofrecer respuestas, la gente busca desesperadamente cómo hacerle a la vida, aunque sea delinquiendo. Ahí comienzan los líos.
Lo que quiero decir es que sin seguridad no es posible la libertad. Pocas personas relacionan estas dos facultades muy humanas, quizás porque creen -sobre todo en los países del Tercer Mundo- que la delincuencia desmedida es tan natural como la lluvia. Que el crimen organizado y la riada de forajidos en las calles son consustanciales con las demás instituciones; perversas, pero connaturales con las actividades de la gente honrada. Si eso fuera cierto, el sistema social no tendría sentido; recordemos que las reglas constitucionales fueron hechas para respetarlas, no para adornar las arengas de los políticos en campaña, ni los desérticos discursos de los funcionarios públicos.
¿No habrán leído a Hobbes esos notables que hemos elegido para que cumplan a cabalidad esa función primordial del Estado que es la de brindarnos seguridad por sobre todas las cosas? Quisiéramos creer que en su loco afán por alcanzar el poder no disponen del tiempo para hojear al “Leviatán”, pues bien saben que, en la silla imperial, solo se requiere una versión degenerada de “El Príncipe” para asegurar el poder por dos o tres temporadas, como si se tratara de una saga de Netflix. Thomas Hobbes lo dejó bien claro: decía algo así como esto: “Nosotros los representados, deponemos nuestra voluntad para hacer lo que nos venga en gana, a cambio de que unos pocos representantes, nos ofrezcan la certeza de que nadie, ni el mismísimo Estado podrá conculcar nuestros derechos ni coartar nuestra libertad”. Solo que lo dijo en latín: “Homo hominis lupus”; “El hombre es un lobo para el hombre”. Pues bien: cuando al sistema le importa un bledo la seguridad de los ciudadanos -excepto cuando se trata de la élite en el poder-, todo se viene abajo. Y los lobos aparecen en manadas.
Sin seguridad todo cambia para mal: nuestros hábitos y rutinas, nuestro empeño en emprender un negocio, y la confianza en el sistema. Desconfiamos hasta de la policía y los tribunales, mientras los lazos que mantienen unidos a quienes conformamos el Estado, se terminan rompiendo de una buena vez. La cohesión social y el cacaraqueado equilibrio social que tanto ansían los gobernantes, se vuelven meras quimeras. Entonces decimos que el sistema político ha fracasado. Seguridad de nada, pues: ni ciudadana, ni social, ni económica, ni jurídica. La ineficacia se maquilla con la estocástica que todo lo recubre como la neblina; desde las métricas de los inútiles observatorios, hasta los números con los que todo gobierno juega, a falta de respuestas institucionales. ¿No es, pues, el sistema político -con todo y sus partidos- la causa de la inseguridad ciudadana? ¿Quién si no?
Así se derivan, entonces, las respuestas a la ineficacia del sistema: territorios regidos con las reglas de los malandros, ciudadelas fortificadas, en fin. Luego se procura lo privado por necesidad darwiniana: salud, educación, el transporte, la recreación, y la seguridad personal. Los que nada tienen se joden: para eso existe la movilidad espacial que los conmina a dejar el terruño, y buscar la vida o la muerte fuera del gueto. Quizás allá puedan encontrar esas dos facultades prescritas en las cartas magnas, pero que el sistema político se niega a consumar.
Epitafio: un sistema donde no existe seguridad de nada es un sistema que viola la libertad de su gente.