Por: Héctor A. Martínez
Debemos dejarnos de rodeos y decir las cosas tal como son: las economías fallidas traen como consecuencia un efecto devastador sobre la generación de la riqueza, el empleo y la estabilidad social, al mismo tiempo que se altera el normal funcionamiento de las instituciones públicas y privadas. Y no solo eso: cuando los cimientos de una economía se resquebrajan, ya sea por la incapacidad de los gobiernos o por perversión, las oportunidades laborales disminuyen, arrastrando una larga cadena de efectos nocivos que, muchas de las veces, son impensables, dolorosos y catastróficos.
El desempleo aumenta cuando las empresas se cansan de luchar en ambientes inestables e inseguros. Una atmósfera de desconfianza invade los ánimos de los inversionistas locales e internacionales, a la par que la productividad disminuye, se recortan puestos de trabajos y los incentivos salariales se estancan. El peor de los escenarios sobreviene cuando los empresarios deciden cerrar sus negocios, emigrando con todo y bártulos hacia sitios que ofrezcan mejores condiciones para operar.
Con menos empleo, los mercados se ralentizan y el consumo se frena, afectando directamente a las empresas que dependen de la demanda del consumidor. Este círculo vicioso perpetúa la contracción económica, afectando la acumulación de la riqueza, el ahorro y la reinversión. Si esto no les dice nada a los responsables de la economía, o son muy insensibles, o no vislumbran el peligro inminente que se avecina, por inconsciencia o por desidia.
Con un PIB estancado o disminuido y un crecimiento económico inferior a 7 sostenido, se reduce el ritmo de la actividad de los negocios; hay menos bienes de consumo disponibles, despidos laborales y se detienen las contrataciones. Toda la masa desempleada que engrosa las filas de los excluidos por un sistema económico en precariedad contribuye a ensanchar la brecha de las desigualdades, al mismo tiempo que sobrevienen las consabidas tensiones sociales que exigirán tiempo, esfuerzos y recursos para lograr atemperarlas.
Si esto nos parece un retrato de nuestro país, es hora de poner manos a la obra y dejar de jugar a los experimentos sociales; o a tratar de revivir esos “Frankenstein” estatistas que llevan a los países al despeñadero, mientras las élites ignoran lo que sucede fuera de los muros de los Versalles tropicales. Entender que la modernidad, el bienestar, la riqueza y las oportunidades no radican en sistemas de controles excesivos, sino en la libertad que confiere el mercado, las inversiones y en el atrevimiento de pequeños y medianos empresarios para ofrecer bienes y servicios de todo tipo.
Esas trancas burocráticas hay que abrirlas para que se desate toda una iniciativa de emprendedurismo; que surjan innovadoras cadenas de abastecimiento y que nuevos oferentes vengan a hacer la vida más cómoda para los ciudadanos. Dinamizar es innovar, inventar, poner a prueba nuestra capacidad nacional.
Solo la inversión directa, extranjera o local, puede asegurar el crecimiento económico y la empleabilidad. Que se refuerce el “nearshoring” tal como lo hace México actualmente; tal como lo hizo China Continental y Vietnam en su momento; nada nos quita en lo ideológico, pero nos hace ganar opinión pública. Y votos.
De modo que, es hora de poner a trabajar de verdad a los embajadores y cónsules, mientras se establecen los incentivos de atracción de inversiones. Una última recomendación para que todo sume a favor nuestro: revolucionar urgentemente la educación en todos los niveles para que lo dicho anteriormente tenga un asidero refrescante, modernizante y progresista.