Por: Óscar Armando Valladares
Mientras se da la ocasión de comentar la última ocurrencia de un puñado de preocupados ciudadanos, en derechura de fundar la tercera república liberal -en lugar de proponer la segunda independencia del país-, evocamos a Macondo, el pueblo mítico que creó y recreó Gabriel García Márquez, célebre novelista colombiano, cuyo deceso -hace 10 años- se rememoró este 17 de abril. En la primera página de su libro Cien años de soledad, apunté en esa fecha, correspondiente al día jueves de Semana Santa: “Recibimos por radio la infausta noticia, en la casa campestre de Lizapa, con el poeta Pompeyo del Valle”.
García Márquez vino al mundo en 1928, en Aracataca, minúsculo poblado del sector atlántico de Santa Marta, departamento de Magdalena, caserío natal probablemente muy semejante a Macondo -si es que no es el mismo-, nombre este de una plantación bananera existente en la zona cuando Gabriel era niño. Sus primeros pobladores fueron refugiados procedentes de las guerras civiles. Las guerras – “una larga y penosa realidad de Colombia” -decía García Márquez- concluyeron por 1903. En este contexto, Macondo tuvo su auge entre 1915 y 1918, lapso de la llamada fiebre del banano.
Cuando los mercaderes de la planta musácea se largaron del lugar, cundió la ruina y la apatía. El período que abarca la historia de Macondo, 1903 a 1928, período de malos tiempos, saqueos, pestes, sequías, diluvios y presagios, vino a ser la fuente del incontable aluvión cuentístico y novelístico del escritor, en el marco del denominado realismo mágico, caracterizado por la entrada de elementos fantásticos en la narrativa realista del cataqueño universal.
Puede decirse que tres de sus obras -La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba y Cien años de soledad-, forman principalmente la saga vinculatoria con Macondo, las dos primeras con cierto influjo de William Faulkner y Ernest Hemingway, influjo sólo temático -señala el crítico Ernesto Volkening-, “no así en los aspectos, tan divergentes, del estilo y de los medios de expresión”; y, pues, de veras: en los escritos de Gabo predomina el giro breve, conciso, con economía de palabras. En ellos “la claridad, la precisión, la reticencia seducen como no podría seducir la retórica”, arguye Luis Harss, para quien el texto relativo al Coronel “es probablemente su obra más perfecta”.
En noviembre de 1965, García Márquez carteó: “Estoy loco de felicidad. Después de cinco años de esterilidad absoluta, este libro (Cien años de soledad) está saliendo como un chorro, sin problemas de palabras. Es, en cierto modo, la primera novela que empecé a escribir a los 17 años, pero ahora más ampliada. No es sólo la historia del coronel Aurelio Buendía, sino la historia de toda su familia, desde la fundación de Macondo hasta que el último Buendía se suicida, cien años después, y se acaba la estirpe”.
Habrá complicaciones en la ruta del libro, pues los Buendía tenían la costumbre de poner a los hijos los mismos nombres de los padres, y a veces todo se vuelve confuso. En los cien años de historia hay cuatro José Arcadio Buendía y tres Aureliano Buendía. Aureliano hijo es –reportaba el autor- “el miembro más destacado de la segunda generación; hizo 32 guerras civiles y las perdió todas”. A lo largo de su vida, engendró 16 hijos, todos ellos muertos en una masacre de carácter político, y sobrellevaba como estigma familiar…una cola de cerdo. Aunque en esta novela -profería Gabriel- “las alfombras vuelan, los muertos resucitan y hay lluvias de flores, es quizás el menos misterioso de mis libros”, a fin de que el lector “vaya de la mano para que no se pierda ni quede ningún punto oscuro”.
En 1982 fue galardonado con el premio Nobel de Literatura, en reconocimiento a su obra renovadora en el área narrativa y a su desbordante fantasía imaginativa que rubricó en el libro de los Buendía, al que Neruda encomiaba: “Es la mejor novela que se ha escrito en castellano después del Quijote”. Vivió y murió en México, país hospitalario de artistas, hombres de letras y refugiados políticos.