BARLOVENTO: Tres clases de fatiga humana

Por: Segisfredo Infante

Si escudriñáramos detenidamente los rostros de la gente humilde, es decir, de los trabajadores que salen a ganarse el sustento de cada día en dirección a las calles y carreteras, talleres, fábricas, fincas, muelles y oficinas, tanto en las ciudades como en las zonas rurales, cosecharíamos una lectura confiable respecto de los sentimientos de los trabajadores y de otras personas, lo mismo que los “sentimientos del mercado” de cada rincón esférico en donde exista una pequeña o mediana producción de algo, o cuando menos intenciones de producir valores de uso y de intercambio, y las respectivas cadenas de distribución que se encargan de abastecer hasta los insumos agrícolas más elementales.

Detectaríamos unas sonrisas de complacencia; o los surcos de unos rostros agrios; o el silencio expectante; o bien unas muecas de disgusto sobrecargado. Más allá de los signos faciales, podríamos percibir, si las cosas anduviesen mal, cuando menos tres clases de fatiga en las personas que deambulan por las rutas de la incomodidad: el cansancio físico, el cansancio mental y el cansancio frente a la vida. El primer cansancio se explica según las faenas corporales que realicen diariamente los trabajadores de diversas áreas, en tanto que unas tareas son más pesadas que otras. No es lo mismo el quehacer de un electricista en donde se combina lo físico con lo mental, que las durísimas tareas de un leñador que suda la gota gorda con un hacha debajo del sol; o el que desenraiza troncones con una piocha durante seis largas horas apenas hidratándose con un cumbo de agua. Tampoco es comparable el trabajo físico de un motorista que se detiene a comer, a descansar o a dormir en las carreteras, con las acciones “invisibles” de las secretarias, oficinistas y costureras que se quiebran las espaldas sin despegar los ojos de las computadoras o de las máquinas de coser.

El cansancio mental es la suma del trabajo físico con el estrés emocional acumulado al final del día o al final de cada semana. Al estresado le duele la espalda, la cabeza, el estómago, los brazos, las piernas y hasta el nervio ciático. A ello se suma la inestabilidad emocional por causa de las posibles relaciones laborales tensas entre los subalternos y los jerarcas; o con los mismos compañeros de trabajo que han sido incapaces de comprender que al serrucharles el piso a sus congéneres, se serruchan el piso ellos mismos y terminan padeciendo de un indefinible sentimiento de culpa. Este cansancio mental lo pueden padecer los jefes de oficinas, los dueños de empresas, los migrantes, los médicos, las enfermeras, las secretarias, los políticos, los buenos profesores, los vendedores ambulantes, los reporteros y los que realizan trabajos intelectuales aparentemente intangibles pero que cosechan una fuerte sensación de estrés.

La fatiga más general se relaciona con una frustración íntima de las personas humanas de cualquier segmento social, por causa de las experiencias padecidas o por el desencanto que produce un mundo real, doloroso y concreto, con el cual los jóvenes y las personas maduras nunca soñaron. Quizás el desencanto frente a la vida produzca el peor de todos los cansancios posibles, en tanto que las personas han llegado al límite y no encuentran ninguna salida satisfactoria de los zarzales históricos en los cuales se encuentran enredados. Las reacciones frente a esta clase de fatiga universal pueden ser variadas: la del silencio estratégico; la de la amargura; la vociferación en el desierto; la del llanto inaudible; la grosería del sarcástico; la del cínico o nihilista; la del estoico o cristiano benevolente que “todo lo puede sufrir”; y, finalmente, la actitud filosófica con mirada abarcadora y metódica de la “Historia”, de aquel que sabe que todos los fenómenos humanos e inhumanos se vuelven transitorios, por infernales que hayan sido o parecieran ser.

El problema se agranda cuando la frustración íntima se anida en el alma de los jóvenes y caen rendidos y amargados en la plazoleta de la desilusión. No han comenzado ni a vivir, verdaderamente, cuando ya dan muestras evidentes de cansancio general, con deseos de destruir los puentes fraternales que podrían conducirles a mejores senderos o al otro lado de los ríos turbulentos de la desesperanza.

Frente a estos síntomas de fatiga extrema los dirigentes y los estadistas deben prestar muchísima atención. De ellos depende en gran medida inyectarle esperanza real a la desilusión de los jóvenes, los viejos y los maduros, y encontrar los modos factibles de sobrevivencia material y espiritual, tanto individual como colectiva. Al final de la tarde la “Historia” suele pasar facturas dolorosas a aquellos que se envanecen en los laureles de la insensibilidad, y que jamás supieron semblantear las dolencias de los demás, sobre todo las de las nuevas generaciones. En consecuencia debemos ser realistas, pues nuestras pequeñas naciones necesitan crear economías poderosas capaces de subsistir ante los embates de los monstruos comerciales.