Por: Segisfredo Infante
Platón esbozó, en uno de sus diálogos medulares, una “República” ideal en donde gobernarían los mejores, que bien pudieran ser filósofos o políticos con una formación filosófica previa. El rol de las mujeres dentro del Estado platónico quedaría establecido dentro de una subespecie de igualdad de condiciones, en donde la poliandría, en vez de considerarse un defecto primitivo, se elevaría a la esfera de la virtud. Y la educación estatal de los niños y los jóvenes estaría dirigida a entrenarlos primero en la buena música y el deporte, y más tarde en la “dialéctica”, concebida en aquel entonces como la filosofía por antonomasia apodíctica. El concepto de justicia consistiría, según se deja ver en forma entrelineada en los renglones de “La República”, en evitar que los hombres jamás se hicieran daño entre los unos y los otros. No obstante todo ello, el mismo Platón sugirió ciertas dudas en torno a la viabilidad fáctica de su enorme proyecto ético y político.
Agustín de Hipona (cristiano neoplatónico) siguiendo los pálpitos de los primeros profetas del desierto, trabajó esmeradamente en la elaboración conceptual de “La Ciudad de Dios”, dentro de una línea teológica y filosófica, deslindando los abrojos de la Tierra, y sorteando las grandes y dolorosas encrucijadas de su época, en que la “Roma Eterna” se caía hecha pedazos. El filósofo musulmán Al-Farabí, acuñó importantes contribuciones en una religación mística y práctica sobre las virtudes de esta nueva clase de urbanidad. El insoslayable Averroes formuló explicaciones sobre las propuestas ideales del genial Platón, en su libro “Exposición de la República”. El sacerdote inglés, Thomas More, logró imaginar una ciudad idealmente justa funcionado sobre una isla llamada “Utopía”. El pobre Thomas More terminó convirtiéndose en un mártir, no tanto por sus ideas utópicas, sino por haberse negado a firmar un documento que autorizara el divorcio ilegal de Enrique Octavo de Inglaterra, quien conspiró por desligarse de la autoridad del Vaticano.
Por último, en el horizonte limitado de este artículo, tendríamos al fraile dominico Tommaso Campanella (1568-1639), quien diseñó, columna por columna y grada por grada, el Estado más perfecto de todos los tiempos, cuyo programa cauteloso el autor divulgó mediante el título “La Ciudad del Sol”. Tommaso Campanella, aquilatado como uno de los personajes más eruditos de su tiempo, quiso cabalgar intelectual y políticamente sobre dos épocas más o menos contradictorias, esto es, entre los estertores del Renacimiento Italiano y los comienzos vertiginosos y sangrientos de la modernidad europea continental. Por causa de sus visiones largoplacistas y de su temperamento autónomo, Campanella recibió vejámenes y torturas, hasta ser sentenciado a cadena perpetua. Como autocompensación de su confinamiento carcelario, redactó las cuatro versiones de su obra fundamental. Quizás por eso el Papa Urbano Octavo consiguió liberarlo del encierro después de tres décadas del más absurdo e injusto cautiverio. Por agradecimiento Campanella propuso a la jerarquía eclesiástica la estructuración de una Iglesia realmente ecuménica, en donde se reconciliaran todas las confesiones, mixturando de este modo, con mucha habilidad, el misticismo y el racionalismo hipotéticamente naturales. Una actitud análoga la observaremos, unas décadas más tarde, en los predicamentos del filósofo y matemático racionalista Gottfried Leibniz, cuando se propuso conciliar a los protestantes con los católicos enzarzados en unas guerras religiosas crueles e irracionales, hasta que logró cristalizarse el principio de “tolerancia” del cual hacemos gala en los tiempos modernos y en el contexto de las democracias.
La sociedad perfecta de Tommaso Campanella, mezclando utopías con elaboraciones de contenido práctico, estaría dirigida (¡vaya curiosidad platónica!) por un “Metafísico” que poseyera todos los conocimientos manuales e intelectuales que de hecho serían alcanzables por los hombres integrales de la época renacentista dentro de la cual había surgido este formidable escritor dominico. Campanella imaginaba una sociedad en donde hubiesen desaparecido la injusticia, la desarmonía y el egoísmo, en tanto que los hombres y las mujeres participarían “equitativamente de los recursos alimentarios, las ciencias, los honores y los espectáculos y diversiones, pero sin que nadie pudiera jamás apropiarse particularmente de nada.” Habría que escudriñar si acaso el pensador italiano había leído algo de las crónicas de los exploradores del llamado “Nuevo Mundo”, en tanto que también los teotihuacanos, los mayas y los incas habían construido engranajes estatales cuasi perfectos.
A pesar de sus anhelos hacia la perfección y la belleza, y de las influencias previas de otros escritores utópicos y ucrónicos, el libro de Tommaso Campanella presenta ingenuidades e incoherencias proyectivas. Pero también, hay que reconocerlo, contiene un arsenal pedagógico de larga data, a fin de que los hombres y mujeres jamás pierdan las ilusiones encaminadas hacia una sociedad más digna, más justa, respetuosa y productiva, sin analfabetos y sin hambrientos.