BARLOVENTO: Atardecer en la “Plaza del Zócalo”

Por: Segisfredo Infante

He pasado por “Ciudad de México” tres o cuatro veces en mi vida. Antes se llamaba “Distrito Federal”. Esta última visita fue la más intensa, tanto por las caminatas como por la capacidad de observación serena y abarcadora, en todas las direcciones posibles, como si se tratara de unas miradas “en escorzo”. México es una ciudad con museos, estatuas, iglesias, calzadas, paseos y monumentos por doquier, con una riqueza arqueológica y arquitectónica, de diferentes épocas, difícil de encontrarles parangón. Los mexicanos levantan estatuas, enormes y pequeñas, dedicadas a personajes históricos y mitológicos contrapuestos, y lo mismo ocurre con el llamativo arte pictórico. Dentro del “Museo Histórico del Castillo de Chapultepec”, a guisa de ejemplo, observamos grandiosas pinturas de Benito Juárez, de Maximiliano de Habsburgo y una estatua de Emiliano Zapata, igual que reliquias históricas relacionadas con tales personajes. Esto podría interpretarse, me parece, como madurez espiritual de la sociedad guadalupana respecto de algunas otras naciones.

Una tarde cualquiera, cansado de tanto caminar, me senté en una de las bancas laterales de la “Plaza de la Constitución”, más conocida como “Plaza del Zócalo”, a observar y a meditar sobre la historia de México y sus posibles trayectorias futuras. Ahí los sentimientos del viajero pueden ser intrincados, ya que los monumentos están yuxtapuestos sobre un mismo lugar: Las ruinas de Tenochtitlán; una de las catedrales barrocas más imponentes de América Latina con su respectivo anexo; y una arquitectura virreinal extraordinaria, sin perder en el horizonte los aportes republicanos. Estos lugares son visitados por decenas y centenas de miles de turistas y feligreses procedentes de los más alejados rincones del planeta, incluyendo la rosa geográfica de México.

Por un momento sentí que el pensador mexicano José Vasconcelos tenía razón al postular aquello de “la raza cósmica” concentrada en su país. Nunca en mi vida había observado a tantas personas mestizas (y criollas) caminando por las calles de un país latinoamericano cualquier día de la semana, especialmente los domingos, tal como lo observé directamente en la Ciudad de México y más tarde en Teotihuacán. Amén de los chamanes que rodean la catedral, es posible imaginar que México podría ser, en cincuenta o cien años, el país latino del futuro, con todas las modernidades habidas y por haber, sin extraviar su sentido histórico arraigado como en pocas sociedades. Ortega y Gasset imaginaba (y le asistía el derecho a imaginarlo) que el país del futuro podría ser Argentina; en cambio yo siempre he pensado que tal vez sería México, cuando se logren sortear sus escollos más íntimos.

Mientras observaba recordé el libro “Sor Juan Inés de la Cruz o las trampas de la fe” (1982, 1983) de Octavio Paz. Creo que el ensayista y poeta mexicano utilizó la formidable figura de la poetisa virreinal (“colonial” dirán otros autores) con el objeto de realizar una aproximación al entramado histórico de su propio país. En el libro de Octavio Paz quedan claramente yuxtapuestas las civilizaciones prehispánicas; la civilización virreinal que trasplantaron los españoles al “Nuevo Mundo”; y la zigzagueante época republicana con todos sus logros positivos y sus posibles yerros, hasta llegar al siglo veinte con los resultados tangibles e intangibles. Tal entramado se transparenta, o se esconde, en la psiquis de los intelectuales, los políticos, los pintores y del pueblo mexicano con su insoslayable clase media pujante, que mueve la economía de término medio, con sus cafeterías típicas y otros negocios en los centros históricos y en todos los barrios y colonias.

Según mi limitado juicio, México en el futuro nunca necesitará copiar, al pie de la letra, ningún submodelo económico ni político de ninguna parte. De hecho en la actualidad posee una infraestructura económica centrada en un poderoso comercio, en el transporte liviano y pesado e incluso en la industria (incluyendo la maquila), por lo que creo que en ausencia de estos tres factores vitales, México podría colapsarse y el pueblo mexicano jamás lo permitiría ni perdonaría, porque es parte de su existencia misma. Encima de las modernidades México ya experimenta las hipermodernidades, que deberán ser procesadas con lucidez, cautela y mirada de largo alcance.

Nunca me ha gustado, en tanto haya sido posible, subrayar las cosas negativas de los amigos y conocidos; prefiero resaltar sus virtudes. Y siempre he considerado que México es un país amigo, con grandes potencialidades históricas, si ellos y ellas, desde el punto de vista societario, así lo determinan. Nuestra hermandad o proximidad se remonta a los tiempos prehispánicos de Mesoamérica; pero, sobre todo, a los tiempos en que América Central estaba bajo la jurisdicción del “Virreynato de Nueva España”, es decir de México. Parejamente hay nexos comunes en los procesos independentistas y republicanos, tal como queda constancia en la bibliografía ligada a José Cecilio del Valle y Rafael Heliodoro Valle, dos hondureños de dimensión continental que incidieron en la vida mexicana.