Personajes famosos en la PC

Por: Salomón M. Sanabria

Cuando de improviso el hombre es arrojado en medio de esas grandes aglomeraciones humanas, se siente desconcertado. Al principio se siente como envuelto entre las redes de un recio torbellino, donde le cuesta gran trabajo orientarse, descubrir el verdadero carácter de los que dirigen la función orgánica del lugar y es más: Descubrir el peligro de las condiciones morales de los que sin conocerle en lo personal, se le acercan para tratarle y descubrirle hasta su más íntimos pensamientos, para tratarle para luego darle malévolas interpretaciones.

Los reos no eran malvados; pero Víctor Carías Lindo los había corrompido. Después que comenzó a tiranizarlos injustamente, empezó a temer imaginarias insurrecciones, y a tener que congraciarse con aquellos elementos que supuso con un alma similar a la suya, para que estos se encargaran de ver qué hacían y decían los reos; qué era lo que pensaban hacer. Estos, como era de esperarse, en su generalidad eran hombres de condiciones sumamente vulgares, incapaces de promover una empresa audaz y temeraria que le franqueara los muros de aquel penal y como lógica consecuencia, los de la casa de piedra, cuyo único habitador se proyectaba entonces en la conciencia nacional como un doloroso eclipse en el universal anhelo de libertad.

Sin embargo, entre tanto bandido que andaba allí en torno de los hombres más reflexivos y con fama de valientes para ver qué decían de la conducta del Director y sus esbirros; había uno que otro virtuoso que se encargaba de recomendarle a uno que no fuera a censurar el régimen y que se cuidara de lo que hablara en presencia del fulano y del mengano, porque eran individuos de lengua peligrosa.

Al principio yo no le di importancia a estas cosas, pues las miraba demasiado pequeñas para ocuparme de ellas. Era realmente niño y lo único que me interesaba era hallar en todo el centro penal algún reo que tuviera buenos libros y que quisiera prestármelos; pero no lo encontraba.

Un día que yo iba para el baño de Siberia, alcancé a un señor que iba con una toalla al hombro.

¿Va usted a bañarse? –dije al sujeto dándole una palmadita al hombro.

-¡Oh, sí!- contestó girando la cabeza sobre sus hombros para ver quién le hablaba con tanta confianza.

-¿No quiere usted que vayamos?- continuó diciendo con amabilidad.

-¡Claro que sí!- fue mi respuesta- para allá voy.

Esta circunstancia nos dio por presentado. Yo le di todas mis generales y él las suyas. Me dijo que se llamaba Augusto Villafranca; que era profesor de instrucción primaria y que por de pronto daba clases a los niños delincuentes que estaban recluidos en las cuadras para soldados. Esto dio margen a una conversación de enormes tirajes y quise aprovechar aquellas circunstancias para sugerirle que ya que él estaba cerca del Director, le dijera que nos diera una celda para poner una biblioteca y que a su vez nos permitiera dirigirnos por carta a la prensa, suplicando a sus directores que nos ayudaran a conseguir libros para nuestra biblioteca.

Pero al oírme mi interlocutor, se rió de la sinceridad de mis anhelos.

-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!, ¡Ah Sanabria!: me dijo riéndose desconsideradamente de mis aspiraciones. El día que usted conozca de cerca al General Víctor Carías Lindo, continuó diciendo, descubrirá al genízaro, quien se cree obligado a incendiar cuanta biblioteca encuentra a su paso. A este hombre jamás hay que hablarle de esas cosas nobles y elevadas.

De lo único que entiende es de trabajo, trabajo y más trabajo, de látigo y más látigo, que esos son sus naturales elementos. Su escuela sólo ha sido el trabajo rudo. Por consiguiente si usted se pone a decirle o hablarle sobre las conveniencias de fundar bibliotecas, de alfabetizar a los reos y de todo aquello que tienda a levantar el nivel moral del hombre, se expone a que lo califique de loco y que lo mande a recoger piedras con los alienados que tiene debajo de la galera de la hortaliza.

Con los días, estando en la celda No. 5, fui descubriendo el carácter y el pasado de dos hombres que allí mandaban por sobre la voluntad o el poder del encargado de la bartolina. Uno de ellos responde al nombre de Joaquín Palma Salinas y el otro, al de Rogelio Barrientos Zavala.

El primero mandaba políticamente a través del carácter de violencia del segundo, quien a pesar de su carácter turbulento y pendenciero, se dejaba mandar por la manera suave como aquel lo predisponía a obedecerle.

Don Joaquín Palma, según pude deducir por el giro de todas sus conversaciones, había militado en varias de las tantas guerras civiles que durante tantos años estuvieron desangrando al país y hundiéndolo cada vez más en la miseria y en la indigencia. Cuando el cayó preso, su esposa, que fue modelo de constancia y abnegación, quedó con dos niñitas de pan en mano; sin embargo, ella no dejó a su esposo que comiera el pan del presidio. Pero fatalmente para él, aquella mujer no le duró más de dos años, pues murió.

Cuando yo llegué al penal, el coronel Joaquín Palma ya había cumplido su sentencia, pero estaba cumpliendo la del capricho personal de Víctor Carías Lindo, quien por el sólo hecho de ser de filiación liberal, no quería ponerlo en libertad, no obstante que el Tribunal de Justicia le mandó su carta de libertad el día en que precisamente cumplía su sentencia.

Los amigos del Coronel Palma me contaron que el día que éste cumplió su sentencia de siete años, se resistió ir a trabajar un día más al destino de San Antonio, lugar donde se les tuvo trabajando durante toda su sentencia, como a un patán cualquiera. El apuntador le preguntó que por qué razones no quería ir a trabajar, y él aludido le replicó, que porque ya había cumplido la sentencia que le había impuesto el juez.

¡Tamaña reclamación! no se la podía perdonar a nadie Carías Lindo y cuando el apuntador fue a informarle el asunto, se puso furiosísimo y ordenó que inmediatamente se le pusiera una barra de grillos y que se le metiera desnudo a la calera. Así se le tuvo durante más de un mes. De esto puedo decir que jamás llegué a saber a qué arreglos llegaron entre ambos para que el carcelero ordenara que no lo volvieran a mandar a trabajar a ninguna parte.

Al fijar el carácter del Coronel Palma, podemos decir que no tiene mala índole. Y además, es un hombre que a pesar de que ya frisaba los 50 años de edad (agosto-1040), tiene el ánimo pronto para hacerse respetar en cualquier parte. Su preparación intelectual lo coloca muy por encima del negativo nivel de cultura en que se encuentran muchos de nuestros tipos que haciéndose pasar por coroneles y generales, gozan de muy buena posición oficial.

En cuanto a su amigo Rogelio Barrientos, no le atribuyo ninguna virtud. Es un tipo díscolo y pendenciero, con marcada tendencia a dominar y a tiranizar todo lo que le rodea. Allí en donde él está, debe hacerse únicamente lo que a él le agrada y el que no lo hace se expone a concitarse su enemistad. El delito porque en este momento se encuentra guardando prisión, es por una destilería de aguardiente clandestino que dicen que se le descubrió. Pero también se le supone autor de algunos asesinatos que dicen que no ha pagado a la justicia. Cuando yo llegué al penal, Rogelio frisaba los 36 años de edad (agosto-1940). Bastaron pocos días para que Rogelio se disgustara conmigo, pues en nuestra celda estaba un anciano que era abogado pero que estaba demente y a quien mantenía aterrado y medroso con sus amenazas de terrible matón.

Yo me compadecí del anciano y traté de devolverle la confianza y la calma; pero mi actitud fue motivo para echarme encima el odio de Barrientos.

Recuerdo, como si hoy hubiera sido, que un día yo estaba en mi tarima leyendo un libro, cuando Rogelio, por provocarme a pleito, se puso a barrer el suelo de nuestra bartolina violentamente, locamente, contra mi tarima, echándome de este modo todo el polo encima. Esto era pueril, pues los hombres no se ofenden de la manera infantil como él lo estaba haciendo conmigo en un lugar en donde no hubiéramos pasado de pegarnos unos cuantos puñetazos, para que luego llegaran los presidentes y nos separaran tras una azotaina; mas sin embargo, descubrí su animalidad.

Hay hombres quienes, como profesionales, no sólo fueron una nulidad, sino aun más: llegaron a viejos, perdieron la chaveta, quedaron sin un hogar propio que los acogiera en su seno y les prodigara los cuidados propios de su edad, yendo a dar últimamente con sus huesos a un asilo, a un manicomio o a una cárcel.

El abogado don Próspero Mazariegos es un caso de éstos. Ahora le tenemos de compañero de celda y es actualmente, aunque sea sólo de forma, el presidente de ella, pues ha perdido la chaveta y los que aquí mandan, como ya dije anteriormente, son los señores Barrientos y Palma.

Yo compadezco al pobre viejo, porque realmente es muy triste llegar a su edad y a su situación. En la mañana que salen los locos, él va a la cabeza de ellos con su cesta de dulce partido en una mano y con su guitarra debajo del brazo. Como los muchachos le han descubierto el buen humor, todo el que quiere le pone a cantar. Le han hecho creer que él es el genio del canto y el mago de la guitarra. Yo nunca pude verlo en aquellos parajes donde dicen que pasaba el día en franca camaradería con los demás alienados; pero don Joaquín, que ya lo había mirado, me dijo que las veces que él lo había visto le había parecido verle siempre alegre; nada más que nadie le hacía distraer su atención de la cesta, de la que parecía estar constantemente pendiente, pues sus compañeros eran muy buenos ladrones y temía que le robaran el dulce. Los locos le pedían que les fiara dos centavos del codiciado manjar de caña para mientras pasaba alguna alma caritativa que se los regalara para pagárselos; pero él les contestaba que no, porque eran unos tramposos.

Una vez y por pecado le pedí que me cantara la canción intitulada “Arráncame la Vida” del conocido compositor mexicano Agustín Lara.

-No sé cuál es –replicó el anciano-. Dígame el número y se la cantaré.

Francamente, me dolió el alma ver servida mi maligna curiosidad por su congénita bondad.

-No conozco el número que usted le ha puesto a esa canción, mi querido licenciado –dije al anciano simulando en lo posible hallarme a tono con su estado de ánimo.

-Tararéela, o sílbela siquiera –ordenó el viejecito.

Yo traté de hacerlo y él aclaró lleno de júbilo: ¡Hay! No trabe –Usted quiere que le cante la treinta y siete. Y diciendo y haciendo comenzó a trastear las cuerdas de su guitarra y acto seguido empezó a cantar la canción que le pedí.

Rogelio Barrientos lo aborrecía; y dentro de la bartolina, no obstante que el viejecito era el presidente de ella, no le permitían ni que siquiera le palpara la madera a la guitarra. Muchas veces yo quise darle ánimo al anciano para que despreciara las bravatas y amenazas de aquel sujeto; y aun más: quise hacerle que recobrara los respetos que aquel maleducado le debía; pero lo único que conseguía algunas veces, era hacerle divertirle un rato tocando su guitarra, único consuelo de que el pobre anciano disfrutaba allí.

Poco tiempo después de que el abogado Mazariegos obtuviera su libertad, ingresó a nuestra celda el profesor don Fulgencio Castillo Suazo, ilustre personaje con quien simpatizamos desde el primer momento en que comenzamos a tratarnos.

Ahora ya disponía de un amigo con quien poder echar un párrafo de vez en cuando, pues de fraternizar con aquellos elementos que nos rodean, nos malquistamos con ellos, nos hacemos más desesperante la prisión.

A Rogelio Barrientos, por caso, fuera de don Joaquín Palma y de uno que otro cachitudo de su pueblo que de vez en cuando iba a verle a nuestra celda, nadie le quería allí por repugnante. Más bien don Joaquín y no obstante que C.L. lo tenía bajo la proyección de su hosca mirada, gozaba del afecto general del centro; pero es que jamás anduvo, como el primero, llevándose a nadie con el pecho.

Fuente: “La Cárcel y mis Carcelarios”. 319 páginas
Autor: Salomón M. Sanabria. Editorial “Jus, S.A. Mejía
México, D.F. 1952, página 50-57

CONTINUARA…