‘Curanderos’, ‘prácticos’ e ‘inteligentes’ responsables de la salud del pueblo

Juan Ramón Martínez.

Durante el siglo XIX y casi todo el XX, escasearon los médicos para atender a una población dispersa, en un país desintegrado, en el que moverse de una ciudad a otra, era una aventura incomoda y difícil. Mucho más cuando se trataba de personas enfermas. Para resolver lo primero la sociedad –que es la que produce las soluciones y no las instituciones públicas– confió la salud en personas con experiencia en algunas prácticas de medicina elemental, vistas desde esta perspectiva de nuestros tiempos, con fuerte personalidad y enorme prestigio en la comunidad y en los alrededores. A principios del siglo XX, además, encontramos algunas personas que tuvieron la suerte de trabajar como asistente de médicos graduados o como enfermeros. En el siglo anterior, la mayoría eran personas de mucho prestigio e inteligencia que se interesaron en la vinculación de los conocimientos terapéuticos de algunos componentes presentes en plantas típicas de la zona –posteriormente explotadas por la farmacopea moderna y base de gran parte de su producción medicinas original— con enorme conocimientos de la psicología de los enfermos y con amplia información de los intereses de los que buscabas sus servicios “profesionales”. Era tal su prestigio que en algunos lugares, se les llamaba “inteligentes”.

En el curso de la historia de la medicina nacional, la primera figura que se encuentra es la de Francisco Cruz, político de destacada figuración alrededor del gobierno de José María Medina. Leticia de Oyuela, sin pruebas, lo ataca diciendo que era un espía del gobernante de Guatemala (Auge de la Mineria, paginaxx). Ejerció la presidencia en forma interina, en los momentos –casi siempre urgido por motivos alcohólicos- en que Medina tomaba la decisión de salir de Comayagua, depositando el mando, la mayoría de las veces en don Francisco Cruz, efectuó importantes trabajos estadísticos y publicó el primer libro médico en la historia de Honduras con orientación de servicio público: “La Botica del Pueblo”. Plutarco Castellanos, en su libro “De la hamaca al consultorio”, presenta en forma destacada su historia y su trayectoria. Confirma incluso su muerte en la Esperanza, a donde había viajado para atender a una paciente que tenía problemas de salud Después de don Francisco Cruz –no en importancia por supuesto, sino en términos cronológicas y regionales– hay que mencionar en el siglo XX, la figura de Jerónimo Murillo que desde Teupasenti, irradió su fama y sus conocimientos hacia todos los cuatro puntos cardinales del país. Los enfermos, especialmente los que no encontraban solución en la ciencia médica llamada moderna, recurrían a sus conocimientos. Aparentemente, era un buen conocedor del alma humana, de forma que sus diagnósticos atendían además lo psicosomático, por lo que sus medicamentos –de repentes simples placebos– tuvieron un enorme efecto en curar la salud de miles de Hondureños. Su fama es tal en la zona, que en la ciudad de Teupasenti, en el parque central, se encuentra el busto que ilustra estas notas. Chombo Alvarenga es una figura destacada en Olancho y en otros lugares del país, ya presentada en estas páginas de Anales Históricos, por Carlos E. Ayes; No solo sabemos de sus habilidades de doctor, sino que además, interviene en la cirugía de primero auxilios con indudables éxitos. En Olanchito fue médico naturista de mucho respeto, Ramón Funes Andrade, padre del poeta Juan Ramón Fúnez Herrera. Luis Dubón –al que le debo una descripción biográfica detallada de su influencia en Chiripa, Colón cuya popularidad irradiaba a todo el país en la década de los sesenta –era una persona alta, originaria del occidente del país que combinaba las medicinas antiguas y las hierbas medicinales. Entre sus equipos médicos contaban con un vademecun viejo, mediante el cual se orientaba para identificar las etiologías y vincular las medicinas patentadas con las propiedades medicinales de algunas plantas conocidas desde generaciones atrás por Dubón y su familia. Tenía además, una fuerte personalidad, fácil de palabra y muy capaz para dominar al enfermo, al cual convencía con sus descripciones de sus problemas y la conveniencia de sus recomendaciones. Tuvo tanto éxito que incluso el profesor José Zerón h., uno de los hombres cercanos del general Carias, al final de su vida, aquejado de un cáncer terminal, le visitó para buscar una desesperada solución a la enfermedad que le llevó a la muerte. Además hay que señalar –y de esto los lectores deben tener mejores historias que las mías que espero me envíen a la dirección de Anales Históricos –de los casos de los enfermeros, con alguna práctica médica, que en pueblos donde no los había, se desempeñaron como médicos de primeros auxilios, parteros e incluso como dentistas. En la década de los sesenta conocí en Langue Valle, Andrés Martínez, que había sido auxiliar y enfermero de un pariente suyo, médico profesional en ejercicio en El Salvador, que tuvo un brillante desempeño médico en aquella localidad. Dio primeros auxilios, hizo suturas, atendió parturientes durante el alumbramiento de sus hijos y extrajo dientes con enorme maestría. Allí mismo, también, el bachiller Joaquín Lemus, nacido en Guatemala, bachiller en ciencias y letras y que daba clases de Inglés en el instituto John F. Kennedy con algunos estudios muy preliminares de medicina y prácticas con médicos de su país que, al establecerse en Langue, fundó una pequeña farmacia, y asumiendo la condición de Doctor que algunos le reconocían en forma natural y sin complicaciones, ejerció durante muchos años la medicina y extrajo millares de piezas dentales, atendiendo a una clientela rural que de otra manera se hubiese quedado sin asistencia alguna. Posteriormente, en los últimos años de su vida se trasladó a El Tránsito, Valle, en donde siguió en el ejercicio de las prácticas médicas y dentales hasta su muerte, sirviendo a la comunidad. En Langue, ejerció la medicina de Felix Barahona Vigil, de enorme fama entre la población rural de aquella comunidad, por su ojo clínico, su disposición para oír a los enfermos y ofrecerles soluciones a las urgencias de lo que ahora llamamos enfermedades primarias. En Lepaterique, Juan José Sánchez, dedicado a la medicina natural, experto en fracturas y hábil sobador de músculos dañados. Una de sus recetas, referidas por uno de sus hijos que también ejerce como voluntario el oficio quiropráctico, es el uso de la sopa de mondongo para bajar las temperaturas del cuerpo humano. Cuando le dije que entendía que su ingesta provocaba calor en el cuerpo y que el sudor que resultaba operaba como un factor para disminuir el calor del cuerpo, me explicó que no era tomada la sopa de mondongo, sino que había que bañar al paciente con la misma para disminuir las elevadas temperaturas presentadas en el cuerpo del enfermo. Además, conocía propiedades de las plantas de la zona y usaba las mismas como medios terapéuticos para atender las necesidades de sus clientes. De todas las historias que he oído y leído, me llama la atención el caso de XXX, de una aldea de Pespire, estudiada por Luz Marina Barrios, en una investigación sobre la Celebración de la Palabra, en la que incluyó el listado de los inteligentes o médicos prácticos en ejercicio en el sur del país y en cuya personalidad se nota además de la afición por la medicina, una vocación natural por el estudio de la conciencia humana, en que para darle credibilidad a sus diagnósticos se auxiliaba con un péndulo y un Jesucristo metálico. De forma que de acuerdo al número de golpes de la bola del péndulo con la cruz metálica, decía sí o no, a las consultas que se le hacían. Sistema que le permitió durante muchos años, –porque creemos que ya fallecido en vista que el estudio fue efectuado en 1968 y él era ya un hombre maduro –para atender y resolver enfermedades de las que se aquejaban los pacientes que le visitaban y para encontrar animales –vacas, bueyes, caballos, burros y mulas– perdidos; u otros bienes extraviados por los más distraídos que habían caído en mano de hábiles estafadores. Y como psicólogo natural, para dar recomendaciones a las familias mal avenidas o en tránsito de separación, simplemente recomendando prácticas de aseo    –un día con agua tibia y otro con agua al tiempo- a las mujeres, para provocar de nuevo el deseo sexual en sus maridos afectados por los malos olores de cuerpos poco relacionados con el agua, la limpieza y la higiene.

El fin de estas historias no es agotar el tema, sino que animar la curiosidad y la investigación por personas de diferentes profesiones y oficios –incluso médicos sensibles ante los hechos y la vida de las comunidades– para que nos den a conocer del papel que han jugado, hombres y mujeres, en la prestación de servicio de salud, en tiempos pretéritos, cuando la ciencia médica era muy concentrada y con limitada capacidad para atender a la población que mayoritariamente era rural. Sabemos que en cada pueblo y en cada región, había hombres especialistas en hierbas medicinales, con disposición para recomendar tratamientos que en la mayoría de los casos, proporcionaban sino soluciones, por lo menos, esperanza a los enfermos que no tenían acceso a los médicos residentes en las ciudades.

Tegucigalpa, Julio 11 del 2016